lunes, 31 de agosto de 2015

Capitulo I

No tengo un recuerdo nítido de mi infancia, más bien son fotografías borrosas, pero por recordarme, me recuerdo hasta en la cuna, y mira que dicen que eso es imposible. Pero es que yo, en mí mismo soy imposible.
Nací en casa, que tiene su misterio. Además nací tres días después de que muriera Franco, lo que ha condicionado el relato de mi nacimiento y hasta de mi propio nombre.
Yo siempre he sido de hacer cosas raras, y debe ser que me gustó la idea de escoger una fecha especial y una situación especial, ya que mi madre estuvo de trajín dos días con sus noches para parirme.
Primero fue al hospital de La Paz, donde el Caudillo estaba de cuerpo presente, y como no era cuestión de atender un parto en un hospital bajo esas circunstancias, la mandaron para casa y que se las apañara.
Me cuentan que mi padre buscó una comadrona, palabra que a mí siempre me sonó a comadreja y que me hace poner cara de bicho a la persona que me ayudó a llegar aquí; que mi hermana Rosa Ana, que tenía cuatro años solo daba vueltas con el triciclo por la casa sin enterarse muy bien de lo que estaba ocurriendo y que mi tía Isabel ayudó al parto porque ella era muy de ayudar a todo.
El caso es que, como es natural, yo no recuerdo nada gracias a Dios, por que dicen que nacer es muy traumático ya que se aplasta la cabeza, los huesos se aprietan unos con otros y se sufre bastante de claustrofobia.
Nacer es incomodo para madre e hijo.
En mi familia dos de nosotros hemos nacido en casa; mi madre, muy adelantada a su tiempo, debía tener gusto por este acontecimiento casero.
También tengo que agradecer al Caudillo llevar de segundo nombre el suyo, ya que en principio iba a ser Julio Cesar que será nombre de emperador, pero a mi no me gusta nada.
Nací en la misma  casa en la que he vivido toda la vida, mi casa, y rodeado de toda la gente que me quiere ¿que más puedo pedir a la vida?.

Me pusieron de nombre Julio por mi padre, mi tío, mi abuelo, mi tio-abuelo y no sé quien más. A mí mi nombre me gusta por que es muy de mi familia, pero en realidad no me gusta como a la mayoría de la gente por que de tanto oirlo nos solemos cansar. Desde pequeño tuve que aguantar las típicas bromas de "Julio y Agosto" y otras gilipolleces varias pero como siempre me ha dado todo igual me lo he tomado con Humor. En realidad me hubiera gustado llamarme David o Daniel, por que todos los Davices y Danieles que conozco son majos y la mayoría guapos, pero me tocó Julio y he terminado por acostumbrándome.
Mi madre cuenta que mientras yo nacía el día 23 de noviembre del 1975, una pequeña tele en blanco y negro que permanece aun en nuestra casa de campo estaba puesta de fondo, y que mientras yo asomaba la cabeza como podía enterraban a Franco con el himno nacional. Estas cosas solemnes siempre me gustaron mucho.
En mi adolescencia, abducido como estaba por el espíritu místico en el que me andaba, algunas veces pensé que tal vez  fuera su reencarnación...¡Y al tercer día resucitó! pensaba yo. Mucha gracia como que no me hacía, eso de ser la reencarnación de Franco no molaba nada, pero en fin, estas cosas no se escogen.
Por suerte con los años descubrí que no, que yo de reencarnación de Franco nada de nada. Debía ser reencarnación de otra cosa, pero de Franco ni muerto.
Un día me echaron las cartas y me dijeron que había sido un guerrero medieval, un monje tibetano del siglo XVII y no sé cuantas cosas más, pero eso es otra historia de la que tampoco me fio. Los adivinos se lo dicen a todo el mundo
La única realidad es que fui el último de cuatro hermanos y que  nací sobre-protegido por los tres que ya estaban aquí ya, sobre todo por los dos mayores.
Con mi hermano José Luis, Josechu como se le solía llamar por haber nacido en Baracaldo, me llevo 17 años; nada menos que 17 años lo cual me ha hecho verle como un híbrido padre-hermano. Tengo el recuerdo de él como alguien muy grande de tamaño. No lo es, es normal, pero para mí que era tan pequeño mi hermano me parecía enorme.
Le recuerdo con buen genio, sigue teniéndolo, con una paciencia infinita salvo cuando a mi madre se le agotaba y entonces él nos regañaba por algo, cosa rara.
Desde joven a sido un hombre pegado a un libro. Tengo su imagen grabada en mi memoria: sentado en el sofá con un bigote largo y  un libro en la mano. Mis primeros recuerdos de él son también con una copa de sol y sombra muy grande después de comer. Creo que de mi hermano recuerdo todo muy grande por mi pequeñez: copas grandes, bigotes grandes, manos grandes, para mí era como un gigante al que siempre he respetado mucho.
A veces cuando hace algo que me molesta pienso: se lo voy a decir se lo voy a decir, pero luego le veo y vuelvo a ser pequeño otra vez. Es inevitable, siempre ganará...
Se casó muy pronto con Loli, una chica muy delgada a la que siempre recuerdo bajo el calor del verano, con un vestido muy fino estampado en flores y un toque de delicadeza. Su familia tenía una casa cercana a la nuestra y ocurrió que surgió el amor.
La mayoría de mis vivencias con mi hermano son ya fuera de la casa familiar. El se casó cuando yo tenia 8 o 9 años.
Con esa diferencia de edad tan grande entre los dos hermanos mayores y los dos pequeños, mi madre, casada como estaba de criar hijos y cambiar pañales decidió distribuir la tarea de los pequeños entre los mayores; así pues José se ocupaba más de mi hermana Rosa que de mí y yo andaba siempre colgado de Paqui, mi otra hermana.
Si mi hermano era un híbrido entre padre y hermano, Paqui tenia un papel mas de madre que de hermana.
De ella recuerdo todo como si no hubiera pasado ni un día.
Cuando yo nací, en plena época de los 70, mi hermana tenia catorce años, lo que viene a decir que cuando yo tenia 4 o 5 años, ella tenia casi 20 y le gustaba ir a la moda del momento como es natural.
La recuerdo con el pelo lacio y rojizo, la raya en medio, vaqueros de campana, camisa de cuadros y una gafas horriblemente grandes que le ocupaban casi toda la cara. Hoy en día sería una Hipster en toda regla. Cuando yo tenía siete u ocho años ponían por la tele un programa infantil que se llamaba la cometa blanca y donde cantaba una mujer  que se llamaba Rosa León. Pues mi hermana era como ella en aquella época. Por eso a mi Rosa León me caía bien, al igual que Teresa Rabal  que se parecía a mi prima Rosi.
Paqui era y es la persona más paciente e independiente que conozco ademas de aplicada. Se pasaba las tardes estudiando en la habitación pequeña, con una lampara verde encima de la cabeza que a mi me parecía fascinante por que tirabas de ella y bajaba hasta la altura de la mesa, un montón de libros y folios llenos de apuntes y rodeada de niños. Ella siempre tuvo  la extraña capacidad de no des-concentrase aunque alrededor jugáramos un montón de niños pequeños haciendo ruido. Mi hermana y su auto disciplina  podían con todo.

La casa donde he vivido siempre y la que siempre será mi hogar no es demasiado grande ni demasiado pequeña, pero para mí siempre fue la casa ideal. A mi madre le gusta presumir de que su casa esta muy céntrica y es de esquina por lo que tiene mucha luz, y es cierto, pero añadiría además que tiene unas vistas privilegiadas sobre los tejados de Alcalá.
En mi época adolescente, la mas absurda de todas, me ponía unos cascos, los enchufaba al walkman, le daba al play, me asomaba a la ventana y cantaba con un ingles guanchuguanchu el Pictures of you de The Cure, el Question of time de Depeche, muy años 80 yo.
Mi casa tiene mucha luz, por eso de ser de esquina, y cuando mi hermano estaba soltero se encargaba de empapelar las paredes de toda la casa. Como era la época de la psicodelia, siempre compraba papeles muy en esa onda y al final las habitaciones parecían salones de alterne, menos el comedor que lo recuerdo con un papel pintado  muy churrigueresco y lleno de figuras extrañas entre doradas y verdes.
La habitación pequeña, que después de la boda de mi hermano pasó a ser exclusivamente mía, estaba empapelada de azul haciendo ondas en azules mas intensos y mas claros. Con este papel forraba incluso las puertas de los armarios y a mi me parecía todo alucinante por que imaginaba que una discoteca debía ser así más o menos. Un día  amaneció en la habitación una bicicleta estática y allí se quedó para siempre junto a  un tocadiscos gris que tenia el altavoz en la misma tapa y un montón de discos de música negra que nunca escuchaba tipo James Brown o Jackson Five y que jamas supe de donde habían salido. Tenía un par de discos buenos, uno de un grupo de rock psicodélico que se llamaba Bloque y que tenia una portada anaranjada con una tumba que a mi me parecía lo más, y otro muy bonito plateado que no sé de quien era pero que su carátula era una autentica obra de arte. Probablemente mis dos hermanos mayores despertaron mi amor por la música que siempre estaba de fondo sonando en casa.
En esta habitación psicodelica fue donde crecí. Cuando mi hermano marchó a formar su familia se quedó enteramente para mi. Era afortunado porque mis hermanas compartían la de al lado.
En algunos aspectos me daba un poco de envidia, ellas se lo pasaban bien durmiendo juntas y compartiendo armario, y yo siempre estaba solo en el cuarto de al lado, pero al mismo tiempo me daba la independencia que siempre he reclamado.

domingo, 30 de agosto de 2015

Capítulo II

Mi madre siempre estaba por allí y la casa siempre olía a comida. 
Hay un lazo que une a una madre con un hijo y que permanece durante toda la vida e incluso después. En mi caso más que un lazo es una cuerda de ocho cabos que me sigue atando a ella en una relación que no acabara mientras uno de los dos estemos vivos, e incluso después.
Aunque la gente tiende a no creerme, yo siempre cuento que me recuerdo a mí mismo dentro de la cuna, como si fuera una foto fija.
Mi madre compró , no sé si para mí o para alguno de mis hermanos mayores, una cuna metálica que instalo debajo de la ventana de su habitación, junto a la calefacción. Era una cuna de aluminio con una de las partes abatible que subía y bajaba. Algo ocurrió para que se haya quedado grabado en mi memoria la imagen de mí mismo de pie en la cuna, sujeto a las barandillas y mirando a través de ella la habitación. Debía ser verano por qué también recuerdo que solo lo iluminaba la luz que se colaba por las rendijas de la persiana, estaba despierto y pensaba...
Cuentan que tenía mal dormir, algo que se ha corregido con los años convirtiéndome en un autentico zopenco que se duerme de pie, y que todos mis hermanos, mi madre, mi padre y hasta alguno de mis tíos se tenían que turnar durante horas para acunarme en sus brazos. Supongo que mi hermana Paqui se llevaría la peor parte... pero solo son suposiciones.
Mi padre solo estaba por las tardes. Llegaba sobre las cinco a casa y todo cambiaba con su presencia. Aparecía por la puerta con su traje siempre limpio y bien planchado, uno de esos bolsitos pequeños de cuero negro y de nombre ofensivo llamado mariconera, y latas de foie gras y sardinas envueltas en papel de oficina. Era un hombre serio y extremadamente correcto. Creo que no me dio tiempo suficiente a conocerlo. Le gustaba madrugar e incluso los fines de semana se levantaba pronto y se sentaba en el salón a leer o hacer crucigramas. Hubiera sido bonito conocerle mejor, saber realmente como era, reconocer su humor y su forma de pensar, pero el tiempo fue demasiado limitado para él.
Mi padre tenia vocación por la enseñanza y una gran inteligencia. En casa había un libro muy gordo con las pastas de tela que él conservaba de su época de estudiante universitario y cuando teníamos alguna duda con los deberes lo sacaba de la estantería y buscaba entre las paginas de papel biblia las respuestas a cualquier cosa. De mi padre he heredado muchas cosas, su carácter, su poca mano con los niños, su solemnidad, su soberbia... tantas y tantas cosas que con el tiempo he ido reconociendo y perdonando en un ejercicio que me ha costado muchos años aprender.
Vestía siempre de traje y corbata, apenas en verano o en ocasiones informales utilizaba ropa de otro tipo. Le gustaba silbar canciones y tenía buen oído para la música. Suelo identificar personas con canciones y para papá sería sin duda "Beguin the Beguine".
Sobre las cinco de la tarde volvía de la oficina y yo sentía una mezcla de alivio y seguridad porque papa ya estaba en casa, pero al mismo tiempo me daba un poco de miedo aquel hombre que tenia el temperamento de un rayo. Nunca sabré si él y yo nos hubiéramos llevado bien, quizá eramos demasiado parecidos, pero me hubiera gustado descubrirlo. Su persona para mí siempre ha sido un misterio que me ha hecho dudar mucho él, sobre mi y sobre nuestra relación padre-hijo.

Mi casa era un jaleo cuando estábamos todos allí: Cuatro hermanos más papa y mamá en un piso de tres dormitorios era mucha gente para poco espacio.  Hoy en día sería impensable. En casa no había cuarto de juegos, ni zona silenciosa para que los mayores pudieran estudiar. En mi casa todo se hacía en cualquier sitio.
Alguno de mis tíos debió regalarme un triciclo que yo usaba por el pasillo de la casa estampándome con las puertas y las esquinas, luego se hizo obra y el pasillo desapareció para convertirse en un office unido a la cocina.
Creo que por ser el pequeño de la casa y último de los primos, siempre fui el capricho de todos: padres, hermanos, tíos y primos mayores me regalaban un montón de cosas: juguetes, ropa, tebeos para colorear...

Años antes de que yo naciera, por el año 71, mis padres junto con mis tíos compraron un terreno para construirse cada uno una pequeña casa en la montaña, cerca de Alcalá. Les solía gustar irse los fines de semana al río a hacer barbacoas o coger el coche con todos los niños y partir sin rumbo fijo a algún lugar cercano y agradable donde pasar el día en la naturaleza. Una mañana  sin saber por que fueron a parar a un pueblo cercano que les llamo especialmente la atención y decidieron que mejor tener un sitio fijo donde quedarse, asi que buscaron al dueño del terreno donde estaban y le ofrecieron comprárselo, a lo que el hombre accedió.   En aquella ladera de la montaña existía una construcción en ruinas, una antigua yesera de la que apenas quedaban unos muros y las chimeneas.
Decidieron cubrir aguas y construir un espacio cerrado, y después ampliaron hacia los laterales. Meses después pensaron que quizá con una planta mas podrían  sacar dos o tres dormitorios y asi, poco a poco, lo que inicialmente iba a ser una pequeña construcción con una barbacoa donde ir los domingos, fue creciendo y creciendo y se convirtió en una casa enorme de dos plantas, piscina y una barbacoa gigante. Frente a esta, mis tíos levantaron otra casa.
Esta casa es el telón de fondo de casi todos los acontecimientos mas importantes de nuestra vida familiar, vinculada a los recuerdos de infancia y juventud, a mis padres, a mis tíos, al bautizo de mis cuatro sobrinos, comuniones y cumpleaños... Todo ha ocurrido siempre alrededor de esta casa.

Todos los fines de semana, hiciera frió o no, íbamos allí. Mi madre cuenta que la primera vez que yo la pisé debía tener alrededor de dos meses de vida. Nací en noviembre, así que fui por primera vez en Enero.
Las casas están en medio de una montaña enorme y no la rodean nada más que los inmensos pinares que mis padres plantaron para protegerla. Mi tía Rosi aun cuenta como me cuidaba dándome calor frente a la chimenea mientras todos trabajaban levantando tabiques y poniendo tejados.
Recuerdo, con algún año más, aquellas noches de invierno, con los arboles deshojados y el frió polar metiéndose en los huesos y campando por la casa a sus anchas. Mi madre montó un pequeño cuarto de estar en una de la habitaciones superiores donde la estufa calentaba el habitáculo las veinticuatro horas del día y la tele en blanco y negro sonaba sin descanso en un intento vano de entretenernos a mi hermana Rosa y a mi los viernes por la noche con el Un, Dos, Tres y los sábados con un programa que se llamaba Sabadabadá que presentaba Mayra Gomez-Kenp y donde salia Torrebruno y un muñeco que llamaba Horacio Pinchadiscos. Era un programa con mucho color pero que yo lo recuerdo en Blanco y negro y en una tele muy pequeña, rodeado de un calor asfixiante que contrastaba con la temperatura que había en el exterior de la casa.
Mis tíos llegaban siempre más tarde. Tenían un Renault 12 verde pistacho, ademas de un bar y una mercería en Aluche. En invierno, que anochece tan pronto, ellos llegaban de noche y cuando subían por el camino que da acceso a la casa los faros iluminaban el techo de la habitación y del salón y esa era la señal de que estaban llegando y la licencia para salir de la casa. Íbamos corriendo a recibirlos y cuando entraban a su garaje y encendían las farolas de luz blanca de la finca todo se iluminaba. Ya no estábamos solos en medio de la nada.
Mi tío Julín, hermano de mi madre, era alto y tenia la calva brillante. Siempre sonreía y cuando lo hacia los ojos se le achinaban mucho y a mí me hacia reír ese gesto. Me vacilaba por que yo de pequeño era muy poca cosa y tenía las piernas flaquitas, así que el me decía " Juliete ¿Donde esta la pierna gorda?" y yo alternaba la mirada hacia una y otra buscándola, entonces el se reía al verme en ese afán.
Le llamaron Julín hasta que marchó demasiado pronto, dejando la finca y el mundo mas vació y mucho mas triste..
De él recuerdo su humor, siempre alegre y paciente. Su buen carácter y su afán por fumar, era (o yo le recuerdo) muy lato y bastante delgado, de sonrisa contagioso, extremadamente social (en eso nos parecemos) y muy buena persona, como todos en mi familia. Durante muchos años fue lidiando con un cáncer que termino con él demasiado pronto. Fue el primero de muchos a los que he ido despidiendo a lo largo de mi vida. Aun recuerdo el ultimo verano que pasó en la finca. Estaba muy cansado y se pasaba horas tumbaba en su sofá forrado con una tela de cuadros rojos y negros. A mi me gustaba ir  a verle y darle besos en la calva, quizá pensé que así le podía curar, pero no hubo suerte.
Tenía una necesidad imperiosa de estar en la finca, mi familia materna es muy de estar en contacto con la naturaleza, y él disfrutaba haciendo mil cosas por allí. Cuando llegaba los viernes se quitaba el traje y la corbata que le oprimía durante toda la semana y se ponía un pantalón corto y una camiseta de hombreras y trasteaba por allí. Se le veía feliz, libre, en su sitio.
La tía Rosi era su mujer y yo siempre la identifiqué con María Dolores Pradera. Quizá lo he soñado, pero tengo el recuerdo nítido de ella por la finca y la flor de la canela sonando como una banda sonora de fondo. Siempre he tenido un gran apego a todos mis tíos y tías y ella no ha sido menos. A día de hoy es la única que aun queda viva y sigo viendo en ella aquellos ojillos pequeños y acuosos que siempre ha tenido. Mi tía siempre dijo que me quería casi como a un hijo, y yo siempre me lo he creído, por que nunca dejó de consentirme en todo. Era una mujer alegre a la que sin embargo el campo no le gustaba tanto, le gustaban las costuras y labores, hacer punto, ganchillo... cosas de mujeres. De pequeño pasaba tanto tiempo en la casa de mis tíos como en la mía, hasta el punto de confundir cual es cual. Me cruzaba de una casa a otra y ambos confiaban que estaba al cuidado del otro y esa confianza mutua hizo que mi cuerpo este lleno de cicatrices: con cuatro o cinco años me caí con una botella de cristal cruzando de una casa a otra y me corte media mano, un año después me resbale en una pila de ladrillos y me hice un corte en la barbilla, me dieron siete puntos pero por la noche me los arranqué por que me molestaban, y una mañana de verano mientras mis padres pensaban que estaba con mis tíos y mis tíos con mi madre, decidí que si me tiraba por la terraza quizá volaría: no hubo suerte en lo de volar, pero si en que, como los gatos, siempre he caído de pie, no me rompí nada ni me hice un solo rasguño.
Mi tía se llama Rosario Sabina, o Rosalia Sabina ó Sabina Rosario... nunca lo supimos a ciencia cierta pero el Sabina lo tenia por algún lado, así que el 29 de agosto de cada año como colofón del verano, mi padre y mi tío sacaban de la cámara un montón de cajas llenas de bombillas de colores y llenaban la finca de guirnaldas, luces y música.  Compraban toneladas de comida, litros y litros de vino y refrescos e invitaban a medio pueblo y todo Alcalá a celebrar Santa Sabina. La casa se llenaba de gente y la finca era un hervidero de coches, venían el resto de mis tíos y todos los vecinos de alrededor y de fondo siempre  sonaban pasodobles y boleros. Los niños nos desatábamos ante el jaleo que se montaba, pero allí siempre nos dejaban hacer todo lo que quisiéramos, comer hasta hartarnos, bañarnos en la piscina a cualquier hora...apenas existían límites en ese día hasta que daban las dos o tres de la madrugaba y culminaban la fiesta con fuegos artificiales.
Se acababa la música y todo el mundo volvía a sus casa.
El verano había acabado otro año mas, la vuelta al colegio estaba cercana.

Capítulo II

Mi madre siempre estaba por allí y la casa siempre olía a comida. 
Hay un lazo que une a una madre con un hijo y que permanece durante toda la vida e incluso después. En mi caso más que un lazo es una cuerda de ocho cabos que me sigue atando a ella en una relación que no acabara mientras uno de los dos estemos vivos, e incluso después.
Aunque la gente tiende a no creerme, yo siempre cuento que me recuerdo a mí mismo dentro de la cuna, como si fuera una foto fija.
Mi madre compró , no sé si para mí o para alguno de mis hermanos mayores, una cuna metálica que instalo debajo de la ventana de su habitación, junto a la calefacción. Era una cuna de aluminio con una de las partes abatible que subía y bajaba. Algo ocurrió para que se haya quedado grabado en mi memoria la imagen de mí mismo de pie en la cuna, sujeto a las barandillas y mirando a través de ella la habitación. Debía ser verano por qué también recuerdo que solo lo iluminaba la luz que se colaba por las rendijas de la persiana, estaba despierto y pensaba...
Cuentan que tenía mal dormir, algo que se ha corregido con los años convirtiéndome en un autentico zopenco que se duerme de pie, y que todos mis hermanos, mi madre, mi padre y hasta alguno de mis tíos se tenían que turnar durante horas para acunarme en sus brazos. Supongo que mi hermana Paqui se llevaría la peor parte... pero solo son suposiciones.
Mi padre solo estaba por las tardes. Llegaba sobre las cinco a casa y todo cambiaba con su presencia. Aparecía por la puerta con su traje siempre limpio y bien planchado, uno de esos bolsitos pequeños de cuero negro y de nombre ofensivo llamado mariconera, y latas de foie gras y sardinas envueltas en papel de oficina. Era un hombre serio y extremadamente correcto. Creo que no me dio tiempo suficiente a conocerlo. Le gustaba madrugar e incluso los fines de semana se levantaba pronto y se sentaba en el salón a leer o hacer crucigramas. Hubiera sido bonito conocerle mejor, saber realmente como era, reconocer su humor y su forma de pensar, pero el tiempo fue demasiado limitado para él.
Mi padre tenia vocación por la enseñanza y una gran inteligencia. En casa había un libro muy gordo con las pastas de tela que él conservaba de su época de estudiante universitario y cuando teníamos alguna duda con los deberes lo sacaba de la estantería y buscaba entre las paginas de papel biblia las respuestas a cualquier cosa. De mi padre he heredado muchas cosas, su carácter, su poca mano con los niños, su solemnidad, su soberbia... tantas y tantas cosas que con el tiempo he ido reconociendo y perdonando en un ejercicio que me ha costado muchos años aprender.
Vestía siempre de traje y corbata, apenas en verano o en ocasiones informales utilizaba ropa de otro tipo. Sobre las cinco de la tarde volvía de la oficina y yo sentía una mezcla de alivio y seguridad porque papa ya estaba en casa, pero al mismo tiempo me daba un poco de miedo aquel hombre que tenia el temperamento de un rayo. Nunca sabré si él y yo nos hubiéramos llevado bien, quizá eramos demasiado parecidos, pero me hubiera gustado descubrirlo. Su persona para mí siempre ha sido un misterio que me ha hecho dudar mucho él, sobre mi y sobre nuestra relación padre-hijo.

Mi casa era un jaleo cuando estábamos todos allí: Cuatro hermanos más papa y mamá en un piso de tres dormitorios era mucha gente para poco espacio.  Hoy en día sería impensable. En casa no había cuarto de juegos, ni zona silenciosa para que los mayores pudieran estudiar. En mi casa todo se hacía en cualquier sitio.
Alguno de mis tíos debió regalarme un triciclo que yo usaba por el pasillo de la casa estampándome con las puertas y las esquinas, luego se hizo obra y el pasillo desapareció para convertirse en un office unido a la cocina.
Creo que por ser el pequeño de la casa y último de los primos, siempre fui el capricho de todos: padres, hermanos, tíos y primos mayores me regalaban un montón de cosas: juguetes, ropa, tebeos para colorear...

Años antes de que yo naciera, por el año 71, mis padres junto con mis tíos compraron un terreno para construirse cada uno una pequeña casa en la montaña, cerca de Alcalá. Les solía gustar irse los fines de semana al río a hacer barbacoas o coger el coche con todos los niños y partir sin rumbo fijo a algún lugar cercano y agradable donde pasar el día en la naturaleza. Una mañana  sin saber por que fueron a parar a un pueblo cercano que les llamo especialmente la atención y decidieron que mejor tener un sitio fijo donde quedarse, asi que buscaron al dueño del terreno donde estaban y le ofrecieron comprárselo, a lo que el hombre accedió.   En aquella ladera de la montaña existía una construcción en ruinas, una antigua yesera de la que apenas quedaban unos muros y las chimeneas.
Decidieron cubrir aguas y construir un espacio cerrado, y después ampliaron hacia los laterales. Meses después pensaron que quizá con una planta mas podrían  sacar dos o tres dormitorios y asi, poco a poco, lo que inicialmente iba a ser una pequeña construcción con una barbacoa donde ir los domingos, fue creciendo y creciendo y se convirtió en una casa enorme de dos plantas, piscina y una barbacoa gigante. Frente a esta, mis tíos levantaron otra casa.
Esta casa es el telón de fondo de casi todos los acontecimientos mas importantes de nuestra vida familiar, vinculada a los recuerdos de infancia y juventud, a mis padres, a mis tíos, al bautizo de mis cuatro sobrinos, comuniones y cumpleaños... Todo ha ocurrido siempre alrededor de esta casa.

Todos los fines de semana, hiciera frió o no, íbamos allí. Mi madre cuenta que la primera vez que yo la pisé debía tener alrededor de dos meses de vida. Nací en noviembre, así que fui por primera vez en Enero.
Las casas están en medio de una montaña enorme y no la rodean nada más que los inmensos pinares que mis padres plantaron para protegerla. Mi tía Rosi aun cuenta como me cuidaba dándome calor frente a la chimenea mientras todos trabajaban levantando tabiques y poniendo tejados.
Recuerdo, con algún año más, aquellas noches de invierno, con los arboles deshojados y el frió polar metiéndose en los huesos y campando por la casa a sus anchas. Mi madre montó un pequeño cuarto de estar en una de la habitaciones superiores donde la estufa calentaba el habitáculo las veinticuatro horas del día y la tele en blanco y negro sonaba sin descanso en un intento vano de entretenernos a mi hermana Rosa y a mi los viernes por la noche con el Un, Dos, Tres y los sábados con un programa que se llamaba Sabadabadá que presentaba Mayra Gomez-Kenp y donde salia Torrebruno y un muñeco que llamaba Horacio Pinchadiscos. Era un programa con mucho color pero que yo lo recuerdo en Blanco y negro y en una tele muy pequeña, rodeado de un calor asfixiante que contrastaba con la temperatura que había en el exterior de la casa.
Mis tíos llegaban siempre más tarde. Tenían un Renault 12 verde pistacho, ademas de un bar y una mercería en Aluche. En invierno, que anochece tan pronto, ellos llegaban de noche y cuando subían por el camino que da acceso a la casa los faros iluminaban el techo de la habitación y del salón y esa era la señal de que estaban llegando y la licencia para salir de la casa. Íbamos corriendo a recibirlos y cuando entraban a su garaje y encendían las farolas de luz blanca de la finca todo se iluminaba. Ya no estábamos solos en medio de la nada.
Mi tío Julín, hermano de mi madre, era alto y tenia la calva brillante. Siempre sonreía y cuando lo hacia los ojos se le achinaban mucho y a mí me hacia reír ese gesto. Me vacilaba por que yo de pequeño era muy poca cosa y tenía las piernas flaquitas, así que el me decía " Juliete ¿Donde esta la pierna gorda?" y yo alternaba la mirada hacia una y otra buscándola, entonces el se reía al verme en ese afán.
Le llamaron Julín hasta que marchó demasiado pronto, dejando la finca y el mundo mas vació y mucho mas triste..
De él recuerdo su humor, siempre alegre y paciente. Su buen carácter y su afán por fumar, era (o yo le recuerdo) muy lato y bastante delgado, de sonrisa contagioso, extremadamente social (en eso nos parecemos) y muy buena persona, como todos en mi familia. Durante muchos años fue lidiando con un cáncer que termino con él demasiado pronto. Fue el primero de muchos a los que he ido despidiendo a lo largo de mi vida. Aun recuerdo el ultimo verano que pasó en la finca. Estaba muy cansado y se pasaba horas tumbaba en su sofá forrado con una tela de cuadros rojos y negros. A mi me gustaba ir  a verle y darle besos en la calva, quizá pensé que así le podía curar, pero no hubo suerte.
Tenía una necesidad imperiosa de estar en la finca, mi familia materna es muy de estar en contacto con la naturaleza, y él disfrutaba haciendo mil cosas por allí. Cuando llegaba los viernes se quitaba el traje y la corbata que le oprimía durante toda la semana y se ponía un pantalón corto y una camiseta de hombreras y trasteaba por allí. Se le veía feliz, libre, en su sitio.
La tía Rosi era su mujer y yo siempre la identifiqué con María Dolores Pradera. Quizá lo he soñado, pero tengo el recuerdo nítido de ella por la finca y la flor de la canela sonando como una banda sonora de fondo. Siempre he tenido un gran apego a todos mis tíos y tías y ella no ha sido menos. A día de hoy es la única que aun queda viva y sigo viendo en ella aquellos ojillos pequeños y acuosos que siempre ha tenido. Mi tía siempre dijo que me quería casi como a un hijo, y yo siempre me lo he creído, por que nunca dejó de consentirme en todo. Era una mujer alegre a la que sin embargo el campo no le gustaba tanto, le gustaban las costuras y labores, hacer punto, ganchillo... cosas de mujeres. De pequeño pasaba tanto tiempo en la casa de mis tíos como en la mía, hasta el punto de confundir cual es cual. Me cruzaba de una casa a otra y ambos confiaban que estaba al cuidado del otro y esa confianza mutua hizo que mi cuerpo este lleno de cicatrices: con cuatro o cinco años me caí con una botella de cristal cruzando de una casa a otra y me corte media mano, un año después me resbale en una pila de ladrillos y me hice un corte en la barbilla, me dieron siete puntos pero por la noche me los arranqué por que me molestaban, y una mañana de verano mientras mis padres pensaban que estaba con mis tíos y mis tíos con mi madre, decidí que si me tiraba por la terraza quizá volaría: no hubo suerte en lo de volar, pero si en que, como los gatos, siempre he caído de pie, no me rompí nada ni me hice un solo rasguño.
Mi tía se llama Rosario Sabina, o Rosalia Sabina ó Sabina Rosario... nunca lo supimos a ciencia cierta pero el Sabina lo tenia por algún lado, así que el 29 de agosto de cada año como colofón del verano, mi padre y mi tío sacaban de la cámara un montón de cajas llenas de bombillas de colores y llenaban la finca de guirnaldas, luces y música.  Compraban toneladas de comida, litros y litros de vino y refrescos e invitaban a medio pueblo y todo Alcalá a celebrar Santa Sabina. La casa se llenaba de gente y la finca era un hervidero de coches, venían el resto de mis tíos y todos los vecinos de alrededor y de fondo siempre  sonaban pasodobles y boleros. Los niños nos desatábamos ante el jaleo que se montaba, pero allí siempre nos dejaban hacer todo lo que quisiéramos, comer hasta hartarnos, bañarnos en la piscina a cualquier hora...apenas existían límites en ese día hasta que daban las dos o tres de la madrugaba y culminaban la fiesta con fuegos artificiales.
Se acababa la música y todo el mundo volvía a sus casa.
El verano había acabado otro año mas, la vuelta al colegio estaba cercana.

viernes, 28 de agosto de 2015

Capítulo III

Toda mi familia es manchega y llevan la tradición, la gastronomía y el acento metidos en el tuétano.
Mi padre era de un pueblo que se llama Quintanar de la Orden. Nunca he terminado de saber por qué mi familia paterna terminó en ese pueblo, ya que mi abuela era oriunda de Palencia y mi abuelo de Lucena.

El abuelo Luis era militar, eso si lo sé, y se casó en primeras nupcias con una señora que también se llamaba María y que murió muy joven por beber agua fría una tarde de calor. Esta mujer que conmigo no tiene nada que ver, resultó ser de clase acomodada, aunque de su historia he oído poco. Les dio tiempo en ese corto matrimonio a tener un hijo, José, el que para mi siempre fue el Tío Pepe. Mi madre cuenta que mi abuela trabaja sirviendo en la casa, y que en el lecho de muerte la primera mujer de mi abuelo le dijo a mi abuela que se casara con él y que cuidara de su hijo, pero yo creo que todo eso es una leyenda que a base de repetirla al final se ha convertido en realidad.

Tras la muerte de esta señora, mi abuelo se casó con mi abuela, también de nombre María , y al poco tiempo tuvieron a mi tía María Luisa y después a mi padre.
Mi padre, pues, fue el último de tres hermanos y no tuvo mucha suerte en temas de salud, suerte que fue compensada por la naturaleza en inteligencia, ya que era más listo que el hambre.
Tenían una casa enorme en Quintanar que yo nunca conocí y comenzaron a construirse otra en Alicante para  irse allí cuando el abuelo se jubilara.
Mi abuela llenó un cuarto entero de baúles y fue preparando la mudanza. Los llenó de sabanas de hilo y ropa para todos  mientras la casa de Alicante se iba levantando.La casa de alicante era enorme con un recibidor palaciego jalonado por un arco con columnas italianas. Todo muy ostentoso. De allí se distribuían cuatro habitaciones gigantes, un salón, la cocina y un patio bastante amplio.
Cuando se acabo la obra el abuelo murió. Los Lara siempre sufrieron de bronquios y de muertes prematuras.

Mi abuela se mudo de casa en Quintanar e hizo trasladar todos los baúles a una habitación oscura donde permanecieron hasta que  murió con 89 años, después, un par de ellos fueron  a parar a la finca, otro a mi casa y los demás se perdieron en el olvido. Recuerdo que aquella habitación polvorienta me daba pánico, como toda la casa. Estaba muy oscura y a parte de los baúles, había un aparador donde mi abuela guardaba los botes de leche condensada que luego diluía en agua hirviendo para desayunar. En una esquina estaba instalada una estantería con un montón de botes de pelotas de tenis. A mi hermana Rosa y a mi nos gustaba entrar allí a escondidas. Esa mezcla de miedo y prohibición nos aterrorizaba y cautivaba a partes iguales.

Desde ese cuarto partía un tiro de escaleras que terminaba en una especie de lavadero que a su vez comunicaba con otro patio en la planta superior que daba al salón.
Ella se quedo viuda con 30 años, un hijastro de catorce, una hija de ocho y mi padre con cuatro. Se le endureció el carácter, se vistió de negro para siempre y con mano recia sacó a sus hijos adelante como pudo.
Cuando digo que mi padre mucha salud y mucha suerte no tuvo lo digo con razón. Pocos años después de morir el abuelo, una tarde mientras jugaba en la calle le atropelló el único coche que había en el pueblo y se rompió en mil pedazos. La abuela contaba que le envolvieron en una toalla y le llevaron al médico mientras avisaban del accidente a la familia y que cuando llegó se le entregaron tal cual, diciéndole que tenia tantos huesos rotos que resultaba imposible volver a armarle.
Como pudo se lo llevó a casa envuelto en la misma toalla, con mucho miedo por si al quitarla se le moría y en vista de que no había otra solución, le rezó a un santo del que nunca recuerdo su nombre para que le salvara... tanta desgracia en la misma casa no era normal.
Y debió ser que el santo escuchó sus plegarias por que en vez de morirse esa misma noche, poco a poco empezó a comer, y en vez de dejar de respirar fue cogiendo fuerza en sus pulmones y unas semanas después estaba por la calle dando saltos de nuevo. Mi madre dice que fue un milagro de los de verdad, de los que reconoce el Vaticano pero yo he buscado por internet y no aparece nada. Lo que si es cierto es que ocurrió y se salvó.
La abuela María fue una mujer delgada y menuda, de huesos finos como las ramas de un olivo, enlutada desde la juventud y con esa chispa que se convierte en rayo tan característica de mi familia paterna. Se sostuvo de pie hasta el ultimo de sus días regentando su enorme casa con mano de hierro. fue implacable con sus hijos a los que daba mas de cal que de arena pero de la que , no obstante, guardo un recuerdo grato.
Solíamos visitarla todos los meses y para mí el principal atractivo de aquellos días era poder pasarlo en esa casa que olía a aceite de oliva y muebles de roble. Solía mantener todos los cuartos en penumbra lo cual le daba a la casa más misterio aun. Se accedía a ella por una hall de entrada siempre frío como el hielo de donde se repartían las habitaciones de la planta de abajo. A mano izquierda tras una puerta casi olvidada había un salón que siempre estaba cerrado a cal y canto pero que en cuanto la abuela se despistaba me atraía como un imán que me obligaba a colarme dentro, muerto de miedo, y rebuscar en los cajones. Allí había fotos en blanco y negro, muebles barrocos siempre impolutos, espejos con dorados que reflejaban fantasmas de otros tiempos, lamparas de cristal y una luz muy tenue alumbrando el conjunto.
Mi abuela nunca me pilló en acción hurgando por la casa, pero mi madre nos perseguía y cuando nos descubría donde no debíamos estar nos regañaba: "No toquéis nada que a la abuela no le gusta".
Mi madre sabía que la abuela escondía dinero por todos los sitios. Sin querer mirabas en un cajón o debajo de una almohada y encontrabas un sobre con billetes y a ella le daba pavor que la codicia nos llevara por la mala senda y cogiéramos algo, cosa que nunca hicimos.
La abuela María compraba grandes cantidades de comida una vez al año, le servían cajas y cajas de chocolate, de leche condensada, garrafas de aceite y vino, botes de tomate frito... un montón de comida que almacenaba en distintos sitios de la casa y racionaba siempre como si estuviera a punto de estallar una guerra. Era austera en la calefacción y el abrigo. Apenas salia de casa, salvo para comprar e ir a misa, y cuando terminaba el día de visitas se dejaba llevar por la generosidad y nos daba dinero. 
Durante muchos años no comprendí la actitud de esa mujer que sin necesitarlo vivía de una  forma austera, que poseía un carácter secó como una raíz y desconocía la existencia del color tanto en la ropa como en la vida
Poco a poco después de mucho pensarla descubrí como fue su vida y aprendí a entenderla.
Mi padre y ella se querían de una forma rara. A veces parecía que no eran nada, que no sentían el uno por el otro, pero en el fondo esa era su forma de querer: rara, seca, fría. Difícil de entender.


domingo, 23 de agosto de 2015

Capítulo IV

Mi hermana Rosa Ana (Rosana pronunciándolo rápido) siempre fue, y es, una hermana de las de verdad. Quizá la cercanía de edad, tal vez ser los más pequeños de la casa o por pura complicidad ha hecho que  nos convirtamos en hermanos de verdad.

No recuerdo un solo pasaje de mi infancia que no este vinculado a ella. De pequeña era regordeta y mullida y regañábamos a todas horas desquiciando a mi madre, pero también era buena compañera de juegos. Muchas veces mis padres ante la impotencia de no poder contenernos nos amenazaban con separarnos y enviarnos a un internado, algo que a mí me horrorizaba por que me lo imagina frío, tipo cárcel ,y con un montón de monjas o frailes torturándonos todo el rato. 

Yo, como chico que soy, sería capaz de soportarlo todo pero pensar que a mi hermana le pegara una monja era demasiado para mí: a mi hermana solo podía torturarla yo. Al poco tiempo la amenaza del internado dejó de funcionar por que no era creíble: mis padres nunca nos hubieran hecho eso, así pues cuando Rosana y yo regañábamos mi madre se desesperaba y decía a gritos: "cualquier día me lío la manta a la cabeza y me voy" y esta expresión producía en nosotros el efecto contrario a la amenaza porqué nos entraba la risa imaginando a mi madre con una manta en la cabeza a modo turbante y resultaba demasiado cómico como para tomarlo en serio.
Por ser cuatro años mayor que yo cuando en el colegio intentaban pegarme ella venía, se quitaba una goma con una bola de plástico duro con la que se sujetaba las coletas y me defendía de todos dando bolazos a cualquiera que se me acercara. Regañábamos y nos defendíamos a partes iguales.
Mi hermana y yo siempre hemos tenido un carácter muy similar lo que en la infancia fue contraproducente y en el resto de la vida ha sido un alivio al saber que nos entendemos sin hablar, que nos conocemos lo suficiente como para que entre nosotros no haya secretos y como para saber que pase lo que pase siempre nos tendremos uno al otro.
Cuando el invierno despuntaba mas de la cuenta a  mi padre no le convencía lo de pasar frío todos los fines de semana, él siempre fue mas urbanita, así que camelaba a mi madre ofreciéndole planes jugosos en Alcalá que solían consistir en irse con mis tíos a cenar por la calle mayor, o algún cine o teatro.
A dos calles de mi casa vivían mis tíos Isabel y Ernesto con quien no solían salir demasiado.. 
Mi tía Isabel era hermana de mi madre. Se casó siendo bastante mayor con el que se convirtió en ese acto en el tío Ernesto. Tendrían cuarenta años cuando se decidieron a contraer matrimonio, por aquellos tiempos era casi un milagro que alguien encontrara marido a esa edad. Nunca tuvieron hijos, así que nos adoptaron a Rosana y a mí como si fuéramos suyos; de esa manera se aliviaba el trabajo de mi madre y se veía sosegado, en parte,  el sentimiento de frustrada paternidad de mis tíos. 
El tío Ernesto era cordobés, de un pueblo llamado Espejo. Tenía el carácter embrutecido, la piel oscura y blanda y el poco pelo que le quedaba era ralo y muy negro, siempre peinado hacia atrás para cubrir así el brillo de la calva.
Parecía como si nunca estuviera de buen humor, pero no era cierto: su corazón era tan grande como todo Alcalá. Fue un hombre extremadamente generoso con nosotros pero gruñía por casi todo: política y religión eran temas intocables con él.... El caso era gruñir.
A mí siempre me pareció que su interior guardaba un pozo de amargura. Quizá su infancia, atravesada como un rayo por la guerra civil, no fue tan feliz como cabe esperar. Guardaba un odio inmenso hacia las tropas nacionales por que en un enfrentamiento entra ambos bandos, una bala mató a su hermano mientras jugaba en la calle y esto implicó que no fuera demasiado tolerante con los temas políticos, temas que defendía con tanta beligerancia que daba miedo escucharle.
Siempre he pensado que el Tío no llegó a encajar nunca en mi familia. mis padres y el resto de la familia no consiguieron entenderlo jamas, a pesar de los esfuerzos.

Tanto a mi hermana como a mí nos tenían mucho cariño pero a ella aún más. Le consentían todo, le daban todo, le compraban todo...
Muchos fines de semana nos quedábamos a dormir allí. La casa de mis tíos no era grande pero había una habitación para nosotros con una cama pequeña y un cabecero de madera oscura.
Tengo impregnado en mi memoria el olor de aquella casa. El tío Ernesto fumaba mucho tabaco negro y encima de la mesa siempre dormía un cenicero rebosante de colillas y ceniza. Fumó hasta el último de sus días sometido a una adicción que nunca pudo superar y que probablemente ni siquiera intentó. La tía Isabel llenaba los armarios de bolas de naftalina y la casa de ambientadores de lavanda en un intento vano de mitigar el olor a tabaco que se colaba por los poros de la piel según atravesábamos las puertas de aquella casa. La mezcla de todo aquello producía un olor que penetraba los muebles, la ropa, la tapicería del sofá, se acoplaba en el pelo durante días y se quedaba para siempre en el olfato. Dicen que los olores permanecen  en la memoria más tiempo que un sonido o una imagen. Si cierro los ojos y visualizo la casa aun puedo percibir esa mezcla imposible y familiar a tabaco, naftalina, comida recién hecha y perfume de azahar.

En esa casa todo era muy de los años sesenta. En el cuarto había una librería de formica donde convivían una televisión, perpetuamente encendida, una vajilla verde y un mueble bar lleno de licores. 
Las tardes frías de invierno, cuando se congelaban hasta las campanas de la catedral,  mis padres aprovechaban para ir a visitarlos. El frío de la calle contrastaba con aquella casa caliente y llena de extraños aromas. Mi tía abría el mueble-bar retro y sacaba de dentro una botella de  Quina Santa Catalina,  un vino dulce especiado  al que atribuían propiedades medicinales. Yo, que tendría cuatro o cinco años y  mi hermana cuatro más, tomábamos la copa de vino con las dos manos y saboreábamos el liquido como si fuera una golosina entrando en calor a la velocidad de un rayo.
Las botellas de Quina me llamaban la atención por la pegatina publicitaria  de una santa muy maquillada  con una cruz en la mano.

El tío tenia una pequeña cuba de madera en el salón con un vino que parecía coñac y que cuando algún adulto iba de visita debía probar junto a una tapa de jamón sin posibilidad de excusa posible. 
Quizá hoy en día hubieran detenido a mis padres y les hubieras quitado la custodia por dar alcohol a sus hijos, pero  por entonces mi hermana y yo nos bebíamos la quina sin problema y entrábamos en calor sin más, luego volvíamos un poco mareados a casa y  a dormir del tirón toda la noche
Al tío Ernesto le gustaba llevarnos a la ladera del río Henares a buscar paloduz, una raíz con sabor a regaliz que nosotros chupábamos hasta dejar el palo como una cuerda de esparto. Con los años he intentado probarla otra vez y me ha parecido repugnante pero en los 80 eran las golosinas del momento. 
Los Domingos que dormíamos en casa de los tíos,  por la mañana temprano nos despertaba de una palmada y nos decía: "vamos a la carretera colorá" que en realidad era un camino de asfalto rojo que bordeaba el río y terminaba en un campo que se extendía en el infinito. Sacaba una pequeña navaja que siempre llevaba consigo y rebuscaba entre la tierra hasta que encontraba las raíces de regaliz. Él lo hacía casi todo con esa navajilla: la utilizaba como cubierto, para buscar paloduz y para casi todo lo que se le ocurriera, rehusando cubiertos hasta en bodas y bautizos.
A mis tíos les gustaba ir de bares y en Alcalá hay costumbre de salir a tomar el aperitivo, tradición que cumplían más que la de ir a misa, así que algunos domingos en vez de ir a por paloduz o a la ladera del rió, nos llevaban a mi hermana y a mí a la Calle Mayor, a un bar que se llamaba la Mezquita  que olía a aceite refrito pero que  ponían los mejores zarajos del mundo, otro alimento que no he vuelto a probar. Nos pedían una Mirinda o un mosto y un zarajo a cada uno.
Los zarajos son tripas de cordero lechal fritas rodeando un palo. Hoy por hoy también me parece un poco asqueroso pero antes no. Nos comíamos el zarajo tirando con los dientes como si fuera un espagueti gigante e interminable y ellos disfrutaban dándonos caprichos. Todos felices.
La tía Isabel fue mi otra mamá o una abuela; mucho más que una tía al uso. Era una mujer menuda, de carácter fuerte pero adormilado. Fue la mayor de los hermanos de mi madre y eso la hacia ser algo mandona y muy de estar en todos los sitios. Tenía la piel blanquita y los ojos verdes y cuando murió con 90 años aun la tenia tersa y suave como un melocotón: sin arrugas, sin marcas, y con un cerebro en el que apenas quedaba algún recuerdo de lo que fue su vida.
Tengo el tono de su voz guardado en los archivos de mi memoria, su andar resuelto, su forma de contar las cosas.. el color de su pelo.

Cuando la tía se fue, me quede huérfano por segunda vez.

Digo que tenía el carácter adormilado, por que su marido tenía tendencia a anular su personalidad. Creo que se quisieron mucho pero a su manera; una manera rara que consistía en estar siempre juntos pero entenderse poco. A veces los veías por la calle caminando uno detrás del otro, a distinto ritmo, sin conexión, pero algo debía haber en sus corazones para quererse hasta el último día.
En el salón de su casa había dos fotos de boda y un reloj de pared que marcaba las horas y las medias y que ella daba cuerda todas las mañanas.
En esa casa casi siempre sonaba de fondo la radio. Desde el cuarto de estar se deslizaban por todas las estancias el soniquete de un pequeño transistor rojo que daba las noticias y retransmitía tertulias. Mi madre cuenta que escuchaba con mucho interés una radionovela que se llamaba "lucecita" y que emitían por radio Nacional.
Le gustaba cantar y lo hacia bien. En casa aun quedan cintas de audio con su voz grabada que yo no me atrevo a escuchar y un millón de recuerdos que siempre estarán en mi memoria. 
Hubiera preferido guardar de ella aquellos años en los que su voz llenaba todas las tertulias y su presencia ocupaba la casa entera pero me han quedado más recuerdos de los últimos años que de los primeros cuando su enfermedad la fue apagando poco a poco.
Me esfuerzo por borrar sus últimas semanas en el hospital y las miradas de despedida que lanzaba cuando me acercaba a besarle frente, y poco a poco lo voy consiguiendo  porqué como un torrente va volviendo la risa y el pelo dorado que cubría su cabeza.

viernes, 21 de agosto de 2015

Capítulo V

Toda mi familia materna procede del mismo sitio.
Villamanrique de Tajo es un pueblo pequeño de la comunidad de Madrid. Mi madre cuenta que sus padres se conocieron siendo muy jóvenes y se hicieron novios de inmediato, y que después un largo noviazgo se casaron y se fueron a buscar mejor fortuna en un pueblo cercano, Santa Cruz de la Zarza, donde tuvieron a sus cinco hijos.
Mi abuelo se llamaba Julio, como yo, y su familia vivía en un espacio mitad casa y mitad cueva. Parece ser que su madre, la bisabuela Isabel, era una mujer muy buena, tanto tanto que cuando estaba a punto de morir la virgen vino a visitarla y se le apareció en el cuarto envuelta en luz. Como es natural no se asustó y se limitó a darle la noticia a su marido, el bisabuelo Natalio, de que la madre de Dios había venido a verla y que en una horas partiría de este mundo para siempre. Y así fue, y fue una faena por que en aquellos tiempos lo de estar viudo no sentaba nada bien, así que en cuanto pasó el duelo se casó con otra mujer que ya no era tan buena y que le hizo la vida imposible a los cuatro hijos del anterior matrimonio y a la que tuvieron entre los dos. Un día el bisabuelo Natalio se hartó de ella y la echó de casa quedándose el pobre hombre con cinco hijos que criar.
Cerca de la casa-cueva de la familia de mi abuelo, había otra casa de las mismas características donde vivía la familia de mi abuela Francisca.
Se conocieron y se casaron y después de esto se trasladaron a Santa Cruz donde le esperaba un puesto de trabajo en el oficio de la luz. Por eso a mi familia materna en el pueblo siempre les llamaron "los Luceros".

Mi madre fue la pequeña de cinco hermanos y  nació en los tiempos de II República. Por supuesto que ella de aquello no se acuerda ni tampoco recuerda que apenas cuatro meses después estalló la guerra civil.
Yo nunca he visitado por dentro la casa donde ella nació y creció, pero muchas veces cuando visitábamos el pueblo pasábamos por delante para ver la fachada y me imaginaba sin esfuerzo como sería por dentro. 
Me decía que su casa era muy grande y con muchas habitaciones y que el corral, que también servia de excusado, estaba tres plantas mas abajo lo que  horrorizaba a mi tía Isabel que moría de miedo cada vez que tenía que ir a aliviarse allí. En casa tenían un alcotán al que enseñaron a  hablar y que murió por un empacho de chocolate, y que a su hermanos les gustaba la caza.
Me contaba que junto a la casa estaba la Iglesia de Santiago Apóstol y bajo esta un refugio anti bombas al que corrían cuando sonaban las sirenas que avisaban bombardeos, entonces medio pueblo se dejaba el alma por las calles oscuras para  refugiarse allí. 
Por suerte es de los pocos recuerdos que mi madre tiene de la guerra.
Si que recuerda el hambre de los años posteriores.

El abuelo Julio
No conocí a mis abuelos salvo por una foto que siempre ha estado en casa junto a las figuritas de porcelana del mueble del salón, donde aparece mi abuelo sentado en el brazo del sofá  sujetando por los hombros a mi abuela, más menuda que él pero con esa cara redondita y simpática que tiene toda la familia de mi madre. Por eso a pesar de no conocerlos siempre sentí afecto por ellos y más aun cuando todos me contaron siempre que fueron buenas personas que se dejaron la piel y la vida por dar a sus cinco hijos un futuro mejor que el presente que ellos tenían..
Mi madre nació el día de la anunciación de nuestra señora, y no sé si por no complicarse demasiado en buscar nombre o por los antecedentes de apariciones marianas ya relatadas aquí, al final cargó y sigue cargando con el nombre de Anunciación que mucha gente cambia por Asunción.
Fue la pequeña de cinco hermano: Isabel, Joaquin, Julio y Eleazar la precedieron. 
En casa siempre convivieron con nosotros cajas metálicas de galletas repletas de fotos antiguas, retratos que en mi adolescencia fui ordenando y digitalizando y que ahora cuelgo en este blog. Allí mis tíos, van creciendo a través de imágenes en blanco y negro, deslizandose entre risas y miradas que se pierden en el tiempo, entre paseos por calles empedradas, enamoramientos y un montón de de historias que se completaban día tras día con todos los relatos que de aquellos tiempos ellos mismos nos iban contando. 
Mi madre cuenta mil veces las historias del pueblo, tantas que parece que las he vivido en primera persona, como cuando se comían las cascaras de patata en tiempos de guerra o cuando se envenenó y casi  muere, por comerse un plato entero de almendras amargas. En casa siempre están sus recuerdos dando vueltas en cada comida, en cada reunión familiar, en cada silencio. Hay pocas cosas que no hayamos escuchado, pero a mi me gusta oírla por que su historia conforma la mía propia.
Cuando mi tía Isabel creció montó en la casa un taller de costura. 
La enseñó a coser una mujer que tenía las manos torcida y apenas podía enhebrar la aguja, pero lo hizo con tanto ahínco que cosió hasta que perdió la vista y la cabeza. 
Ella enseñó a mi madre el oficio de modista y entre las dos se convirtieron en las costureras del pueblo. Hacían vestidos para ricas y y pobres pero cuando iban a por telas y patrones reservaban las mas finas sedas y los mejores cortes para ellas mismas. Todo el pueblo las envidiaba por ser las mejor vestidas. 
Mi madre cuenta que las chicas pobres del pueblo les encargaban un vestido para las fiestas y no tenían suficiente dinero para pagarlo, ofrecían pintar la fachada de la casa, un saco de arroz o cualquier medio de pago del que dispusieran algo que no les preocupaba demasiado: ellas cosían y cosían para ayudar en casa y poner bonitas a las mujeres del pueblo.
Cuando mi madre empezó a mocear, palabra muy manchega esta, conoció a mi padre y lo cierto es que inicialmente ni le gustaba ni le hacia gracia, pero al final la conquistó.
Mi padre había ido a parar a Santa Cruz huyendo de su madre y su hermanastro a buscar fortuna tras terminar sus estudios de Magisterio en Madrid. Allí estaba destinada mi tía María Luisa como funcionaria de telefónica y el destino quiso que se conocieran.
Cuenta que mi padre resultó ser demasiado simpático, que siempre estaba gastando bromas a todas y terminaba siendo el alma de la fiesta. Esto traía de calle a la mayoría de las amigas de mi madre, pero no a ella  que de gracioso no le veía nada. No obstante como era el hermano de su amiga Luisa y estaba recién llegado de la capital fue despertando su interés poco a poco hasta que un día cedió a su labia y a su encanto y cayeron rendidos para siempre uno en brazos del otro. 
Mis padres estuvieron enamorados todos y cada uno de los días que duró su matrimonio. 

La tía María Luisa trabajó para telefónica hasta se jubiló.
Años después cuando mis padres ya estaban casados y ya habíamos nacido todos incluido yo, íbamos al pueblo a verla y ella seguía incansable trabajando con los teléfonos.
Mamá y la Tía Mª Luisa
Recuerdo su casa como un espacio rarísimo. Era la casa-oficina que la compañía de teléfonos le había cedido para vivir y trabajar. En el mismo Salón estaba la centralita, un mueble con aspecto de piano de donde salia una madeja de cables que ella introducía en un montón de agujeros alineados sin orden a aparente para nadie salvo para ella y así conectaba unas lineas con otras. 
Mis primas aprendieron el oficio desde pequeñas y en cuanto tuvieron uso de razón se sentaron en ese mueble raro a tirar de cables de la base horizontal e introducirlos en los respectivos agujeros.

La tia Luisa nunca se complicaba demasiado en las comidas. La centralita no le dejaba tiempo para más, así que mientras comíamos la ensaladilla rusa y la cinta de lomo que siempre hacía o mientras servía los platos y masticaba la comida seguía con su tarea de poner y quitar cables en ese extraño aparato.
Me acuerdo de aquella casa perfectamente. Era muy oscura, creo que todo interior y de un portalón se accedía directamente a aquel salón-central de teléfonos. De allí surgía un tiro de escaleras de donde nacía a cada lado una habitación igual de oscura; si seguías subiendo desembocabas en la cocina la única estancia que recuerdo luminosa. 
Para Rosana y para mi que éramos los más pequeños ir a aquella casa era toda una experiencia.
Saliendo al patio desde la cocina se llegaba a la casa de los vecinos. Mi madre nos contaba que ellos fueron novios durante setenta años hasta que se casaron. Un noviazgo tan largo debe ser muy aburrido
La tía María Luisa se casó con un hombre de la Zarza, Gregorio. Venía de una estirpe de vendedores de zapatos que se perdía en el tiempo, así que mientras ella conectaba cables en teléfonos, el vendía zapatos en su tienda.
Ahí descubrí mi primera vocación laboral: yo quería ser vendedor de zapatos como el tío Gregorio.
Abría la tienda todos los días de la semana, de lunes a domingo y lo recuerdo como un laberinto inmenso lleno de torres de cajas de zapatos que se mantenían en un difícil equilibrio hasta casi rozar el techo.
A mis primas, cansadas de ver tanto zapato, no les gustaba jugar allí, pero a mi aquello me parecía de cuento.
La tienda tenía un sótano enorme con muchísimas estanterías y cientos de cajas. Yo me iba con él y cuando entraba un cliente a pedir algo, le acompañaba al almacén donde rebuscaba colores y tallajes y subía las escaleras con toda la selección bajo el brazo. A mí me parecía apasionante dedicarme a eso y más en una tienda así. Me pasaba toda la mañana con él hasta que me aprendía donde tenia las cosas, entonces me mandaba "súbeme un número más" y yo iba corriendo orgulloso por la confianza depositada y lo buen dependiente que podía llegar a ser con el tiempo. Luego me daba cien pesetas de propina y a comer a la centralita.

jueves, 20 de agosto de 2015

Capítulo VI

Casi todo lo que recuerdo de mi infancia es en blanco y negro, una especie de fotografía borrosa que no sé si he vivido o simplemente me lo han contado y lo cierto es que no sé en que momento desapareció dejando paso a ese estado en el que te haces mayor. 
Supongo que me hice mayor cuando murió mi padre. Mayor de golpe.
Hasta entonces fui niño.
También es cierto que parece que en mi infancia siempre fue verano porque recuerdo todo con sol, salvo alguna mañanas de colegio.
Mi colegio estaba muy cerca de casa y para llegar a el había que cruzar un espacio lleno de barro y piedras que nosotros llamábamos "la era". Como una inmensa piscina sin terminar, en la mitad de todo ese espacio estaba escarbado una especie de agujero lleno de piedras; circundando la era unas tapias de ladrillo medio hundido y un camino que se llenaban de barro cada vez que llovía. En medio de esa cochambre estaba mi colegio, y todos los días por la mañana y por la tarde íbamos y veníamos. 
Lo bueno es que estaba muy cerca de casa, lo malo, que nunca me gusto. 
Mi madre a mejorado en salud con los años pero cuando yo era pequeño, a ella siempre le dolía algo. Recuerdo que se metía en la cama y bajaba la persiana cuando le daba un fuerte dolor de cabeza, entonces mi hermana y nos turnábamos para cambiarle el pañuelo de agua fría que se ponía en la frente para mitigarlo. 
Otras veces le dolía la espalda o simplemente se encontraba mal. Siempre ha sido fuerte y ha sabido que lo primero era sacarnos a nosotros adelante, pero a veces se rendía y se recostaba un rato. Entonces la casa se quedaba vacía, sin su presencia, sin su aroma, sin su voz. Nunca he soportado estar en casa de mi madre, sin que mi madre inunde toda la casa.
En definitiva, lo que pasaba era que entre unas cosas u otras casi siempre le tocaba a mi hermana Paqui llevarme al colegio. Ella y su paciencia infinita con los niños. A veces renegaba por que tenía que estudiar, pero casi siempre sacaba tiempo para poder hacer todo.
Siempre me costó madrugar, me sigue resultando un esfuerzo tiránico. Cada día de mi vida es una lucha el levantarme; pero mi hermana conseguía hacerlo mas fácil.
A las 8 de la mañana  me despertaba y allí sobre la cama me vestía con la ropa que ella le gustaba. Tenía unos pantalones bombachos y unos calcetines de ganchillo que le gustaba ponerme, después me llevaba al baño y me peinaba el pelo como podía. Con el tiempo ha ido cambiando, pero por entonces mi pelo era rubio muy rizado y  casi imposible domarlo, pero ella pasaba una toalla por la cara, mojaba el peine en agua caliente y cepillaba hasta que aquel amasijo parecía algo.
En la época de los piojos, que yo nunca tuve, se tenía por costumbre lavar el pelo a los niños con vinagre. Aquello me parecía tan traumático que mi madre recurría a mi hermano Jose para que me sujetara como un saco y aplicar la loción mientras yo pataleaba como si estuviera poseido. Luego estaba oliendo a ensalada durante toda la semana
Paqui me hacia papilla de galletas desmigadas en la leche y tras esto a atravesar la era para ir al colegio. En casa siempre fuimos muy impuntuales, así que llegaba siempre tarde.
En preescolar tuve una profesara que se llamaba Begoña y a la recuerdo por encima de todos los profesores que he tenido a lo largo de mi vida. Era una mujer delgada y que siempre estaba de buen humor. Tenía una capacidad increíble con los niños y hacía que las clases parecieran siempre un recreo. Después de tantos años de estudio me he dado cuenta que lo más importante de todo me lo enseño ella: leer.
Cuando me hice más mayor, como solo había que cruzar una carretera y Paqui estaba ya en la universidad, mi madre se asomaba por la ventana de la terraza para verme cruzar y continuaba el camino hasta el colegio yo solo, mirando todo el rato hacia atrás hasta que su cabeza se hacia cada vez mas pequeña y se perdía en la distancia.
Nunca he entendido a la gente desapegada a sus madres. Aun hoy, solo me siento seguro y en paz cuando ella esta a mi lado, entonces y solo entonces sé que ella me cuida, el resto es solo una espera.
Mi hermana Rosa iba a otro colegio diferente, pero cuando llegó a quinto de EGB la cambiaron al mio y como ella es cuatro años más que yo heredó la tarea de responsabilizarse de mí en los trayectos y conseguía entretenerme con cosas absurdas durante los ocho o diez minutos que tardamos en llegar. Me decía "di shandwich" y yo lo decía, y ella repetía "pero asi no, es shandwich" poniendo mucho énfasis en la "ch" del final como si yo lo pronunciar mal y ella bien cuando en realidad los dos lo decíamos igual. Entonces ella volvía a decir "shandwich" y entrabamos en un bucle que se acababa al atravesar las puertas del colegio y separarnos y continuaba a las doce de regreso a casa. Cosas absurdas que se hace de niño.
Antes nadie vestía de marca ni se compraba ropa cara, todos vestíamos de mercadillo. Mi madre iba a buscarnos a la puerta del colegio cuando empezaba la temporada y nos llevaba al mercadillo de al lado donde nos compraba la ropa y los zapatos para la temporada, los libros los heredamos del hermano mayor al pequeño, de la vecina al primo, y así hasta que se caía a cachos.
Como dije antes nunca me gustó el colegio, y cuanto más mayor me hacía menos me gustaba. Pero tengo un buen recuerdo de aquel lugar, sobre todo esos días de navidad, cuando hacía tanto frió en la calle y las aulas estaban calientes, oliendo a pinturas de cera y tiza, a sudor de niño pequeño y colonia infantil, con sus pupitres verdes y la foto del Rey sobre la pizarra.
Supongo que la infancia se intensifica, se mitifica con los años, pero podría decir que mi infancia fue feliz, aunque no por el colegio.
El invierno se hacia largo, mas aun en Alcalá que es una ciudad muy fría, donde la humedad se te mete en los huesos y en alma.
Los domingos, mis padres se juntaban con mis tíos. Unas veces íbamos a su casa y otras venían ellos a la nuestra.
Mi tío Eleazar el hermano de mi madre, siempre ha sido una persona muy tranquila, y hoy por hoy es ya el único de todos que aun esta vivo. Estaba casado con la tía Bienve, una mujer con una personalidad arrolladora y muchísima vitalidad. Todo el carácter que le faltaba a él, le tenía ella por duplicado. 
Era una mujer alta, con el pelo caoba y porte de artista y cuando entraba a casa perfumaba todo con su presencia.  Siempre tenía algo que contar, siempre estaba de buen humor, siempre nos hacia reír... Era inteligente y siempre me pareció la mas guapa de todas. Nunca la vi sin maquillar o despeinada, ni siquiera el día de su funeral,  y se sabía la biblia al dedillo, aunque pocas veces se hablaba de religión con ella en las reuniones familiares. 
Marchó hace algo más de un año y el mundo, desde entonces, se quedo un poquito más triste sin su risa y sus imitaciones de Lina Morgan, y su voz que parecía estar siempre cantando.
Mi tía Bienve era de otra religión distinta a la nuestra y parte mis primos también, así que los domingos hasta que no terminaba con sus tareas espirituales no llegaban a casa.
Solían llegar sobre las siete y empezaba la fiesta. A nosotros nos daban algo de dinero para comprar chucherías y nos metían en la habitación a jugar mientras ellos fumaban, tomaban café y hacían tertulia en el salón.
Mi hermana y yo jugábamos con mi prima Miriam  a pintar cosas a oscuras, a lanzar la bomba con una biblia que ella traía siempre debajo del brazo, a hacer imitaciones debajo de la lampara de una niña repelente que se llamaba Nika Costa y que en ese momento nos parecía lo más, y un montón de cosas absurdas que hacían que la tarde se esfumara entre gominolas y patatas fritas.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Capitulo VII

Lo cierto es que mis padres siempre nos educaron a todos en la tradición cristiana.
Los Domingos por la mañana, sobre todo en invierno, solíamos acudir a la parroquia de San Bartolomé que siempre repleta de gente.
La iglesia de mi barrio era el lugar de encuentro de todo el vecindario y de los niños del colegio por lo que a mí solía resultarme divertido pasar la mañana del domingo allí. En aquellos bancos de madera apenas cogía un alma más y el párroco instalaba sillas supletorias para que la gente se pudiera sentar... Hoy apenas se llenan las primeras filas. El aire solía estar cargado y se mezclaba en el ambiente el perfume de las señoras con el incienso y el sudor de los niños.
El caso es que esta educación católica despertó en mi un profundo sentimiento espiritual que continua hasta la fecha, pero que ha ido madurando y adaptándose a mi forma de pensar, y que junto con todo lo que he aprendido me ha permitido construirme un Dios mucho mejor y más coherente que el que por aquellos entonces me enseñaban en la iglesia, sin embargo con ocho o nueve años esas cuestiones no ocupaban mi cabeza, yo  solo tenía un objetivo: quería ser es santo. Sin más.
En esa misma parroquia me bautizaron bajo la mirada atenta de mis padres y mis padrinos : El tío Pepe y la prima Juli.
Por supuesto que no recuerdo mi bautizo, nadie lo recuerda salvo que te bauticen con quince años, pero si sé que fue a los ocho días justos de nacer. Parece ser que mis padres para eso siempre fueron muy responsables, eso de tener hijos creciendo bajo el riesgo de terminar toda la eternidad en el limbo no les hacia gracia.
Yo el limbo me lo imaginaba por aquellos entonces como un espacio entre las nubes, siempre grises eso si, donde no pasaba nada. La idea de pasarme una eternidad allí me asustaba mucho más que el propio infierno, al menos allí seguro que había entretenimiento. En fin, menos mal que pronto descarté ambas opciones: la del limbo por estar bautizado y la del infierno porque el padre Luis me dijo un día que no temiera, que si existía seguro que estaba vació, por que Dios era tan bueno que perdonaba a todo el mundo. Desde entonces deje de soñar cosas raras y pensé solo en el paraíso, donde siempre hace sol y es muchísimo mas cómodo.
Lo único que sé de mi bautizo es por una fotografía en color, con el Padre Joaquin echando el agua en la pila bautismal y mis padres observando serios la escena.
A partir de ahí todo fueron misas de domingo y rezos infantiles que mi madre me enseñaba para que los recitase antes de dormir: "Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón" "Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos queme la guardan" y yo me imaginaba a los cuatro querubines volando como moscas gigantes sobre la cama de mi habitación psicodélica.
Probablemente hoy en día cualquier niño se reiría de aquellas cosas que los padres nos enseñaban, pero entonces se crecía con cierto miedo al pecado y a tener descontento a Dios.
Esta claro que me alegro enormemente de esa educación que recibí y que ha permitido durante toda mi vida ser precavido y cauteloso ante los peligros y "pecados" que a lo largo de la adolescencia y primeros años de juventud tanto nos tientan.
Mi hermana Rosa Ana, por una cuestión de edad, hizo la comunión antes que yo. El traje se lo regaló la tía Isabel y por casa todavía hay una foto de aquel día con su rosario en las manos y esa carita redonda y graciosa que siempre ha tenido, el pelo brillante de tanto cepillarle y una expresión de santidad en la mirada, esa que obligan los fotógrafos de comunión a poner a los niños en estos acontecimientos de manera que parece que estuviéramos todos a punto de ver a la virgen.
El día de mi comunión si que lo recuerdo perfectamente. No sé que se sentirá ante una boda pero si que recuerdo los nervios de la primera comunión. Sé que vinieron todos mis tíos y mis primos desde fuera para acompañarme y que mi padre organizó el salón de la finca para celebrarlo. Asaron corderos en el horno del pueblo y aquello parecía una boda gitana de tanta gente como había. La finca como siempre de telón de fondo en todos los actos importantes de mi vida.
Muchos veces, ya en el presente echo en falta aquellas celebraciones donde mis tías llenaban el aire de risas y perfumes caros y sus conversaciones, tan manchegas, se mezclaban con las de los hombres bebiendo vino de una bota  mientras todos los primos jugábamos alrededor de ellos.
Aquel día yo llevaba un pantalón blanco y una cazadora azul marino y una cruz dorada sobre el pecho.  Me tocó leer algo en altar que no recuerdo, pero si recuerdo que estaba en esa edad fea donde empiezas a crecer y tienes la cara rara y los dientes grandes. Por casa quedan fotos de aquel día que yo siempre intento esconder...
 La comunión al igual que el bautismo vino de manos del Padre Joaquin.
Tengo un buen recuerdo de aquel franciscano sonriente y amable que tantas cosas me enseñó y al que tanto debo en mi vida espiritual. Si necesitara aplicar la palabra "bueno" a alguna persona el primero que me vendría a la cabeza sería él.
Era un hombre alto y bastante delgado, de mediana edad y sonrisa amplia. Tenía la voz muy  dulce, como todos los sacerdotes, y una paciencia infinita con los niños.
Insistía mucho en que cumpliéramos con los sacramentos, sobre todo con la confesión.
Recuerdo ponerme en fila antes de la misa, frente al confesionario. Una luz roja indicaba si dentro estaba vacío o había alguien contando sus miserias al cura. Cuando entrabas a aquel pequeño habitáculo y te presentabas con un "Ave María Purísima" y el padre Joaquin te contestaba con un "sin pecado concebida" empezabas a sentir como te temblaban las piernas de los nervios. A ver Julito, hijo,  comenzaba, cuéntame tus pecados; entonces descargabas todas las cosas que con nueve años te atormentaban: "Padre, el otro día me pegué con mi hermana, y también respondí mal a mi madre, a quien ademas le he quitado 5 duros de la cartera. No he hecho los deberes que me han mandado en el colegio y lo mas grave de todo, padre, me pelee con otro niño en el cole".
El padre Joaquin escuchaba con atención todo el relato, como si lo contado en secreto de confesión fuera tan importante como los crímenes de Cuenca mientras tu pensabas para tus adentros" me va a caer una penitencia del quince", y cuando acababas se quedaba en silencio unos segundos, reflexionando, y te decía: "Julio, hijo, estas cosas no son graves, pero a Dios no le hacen gracia por que pueden ir a más y sacarte de la senda del señor. ¿Quien dice que si ahora te digo que no es pecado robarle a tu madre cinco duros, mañana lo sera robarle el bolso a una señora?. Anda, ve y reza dos padrenuestros, cuatro avemarías y un credo."
Luego decía cuatro cosas en latín que nunca entendí, te daba la absolución y tu te ibas de allí tan contento a cumplir tu penitencia con la seguridad de que nunca más volverías a pecar... hasta la semana siguiente.
Siempre tuve un cariño especial a los franciscanos, quizá por que he crecido con ellos allí  en la parroquia.
Pero llegó el día en el que el padre Joaquín nos reunió a todos los jóvenes en los salones parroquiales. Era un espacio enorme en los sótanos de la iglesia con unas cristaleras que daban a un jardín muy verde. Allí nos juntábamos a tocar la guitarra e incluso a celebrar los cumpleaños.
Vino, nos sentó a todos en circulo con él al frente y nos dijo de sopetón: me tengo que marchar a las misiones. En menos de un mes me voy porque allí se me necesita para ayudar. Y recuerdo como si fuera ahora mismo la mirada que nos regaló a todos los chavales de doce o trece años que estábamos allí. Una mirada dulce de despedida pero también de satisfacción.
Los curas son muy solemnes, saben utilizar muy bien los silencios y los tonos adecuados, así que nos  fue mirando  uno a uno y añadió: pero me marcho feliz por que sé que dejo aquí a una generación de jóvenes buenos que siempre estaréis por el buen camino.
Nos dio un abrazo a cada uno y se fue. Dos semanas después partió y no volví a verle jamas. Me escribió dos cartas personalmente y con regularidad enviaba noticias a la parroquia, entonces el padre Luis las leía en el altar en la misa del domingo.
Un día llego la carta que nos anunció su defunción. Ese día me despedí a medias de él, pero esta vez de verdad, agradeciéndole como sigo haciendo 25 años después tantas y tantas charlas que tuvimos y tantas cosas como me enseñó.
Después de esto decidí no confirmarme en mi parroquia y terminé haciéndolo en la de al lado.
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                Cuando llegaba la primavera, un domingo al mes, todos los hermanos de mi madre se juntaban a celebrar una comida en las distintas casas de campo que mis tíos tenían. Aunque todas eran divertidas, me gustaba especialmente cuando tocaba en la casa de Chinchón.
La finca de Chinchón era grande con mucha zona verde, un estanque con carpas gigantes, chopos y moreras inmensas que se perdían en el cielo, un molino de viento con sus aspas y unas tumbonas de cuerdas en los arboles.
La casa por dentro era enteramente un museo. Todo allí estaba perfectamente conjuntado, los colores de las cortinas con las colchas, los muebles antiguos perfectamente restaurados, el olor a cera abrillantadora. Todo ordenado, perfecto.
Apenas pasábamos al interior de la casa alguna vez, todo se hacia en la calle; sin embargo tampoco nos prohibían a los niños estar allí. Parece increíble que a mis tíos no les importara demasiado que rompiéramos algo o descolocáramos la casa. No obstante nosotros siempre nos colábamos dentro como si estuviéramos haciendo algo malo y circulábamos por las habitaciones y los salones sin apenas rozar los muebles para que no pareciera que habíamos estado de expedición. Al fondo del salón tenían un espacio que mi tía llamaba "la cocina-museo"  donde había colocado vajillas antiguas y utensilios de cocina de sus padres, muebles castellanos con piezas de bronce sobre mantelerías de bolillos. A mi aquel lugar me fascinaba de tal manera que algunas veces en el bullicio de la finca o en la hora de la siesta me escabullía y subía allí, abría los cajones con mucho cuidado para que no se notara esperando encontrar dentro algún tesoro del pasado, pasaba los dedos por los muebles impolutos y respiraba fuerte el olor de aquella casa que nunca me cansaba de visitar.
El tío Joaquin, su propietario, era alto  y muy  delgado. De buen vestir y buen dormir Tenia un humor irónico y elegante que le hacia ser muy especial para todos, , sin embargo creo que le pasaba como a mí y no sabia como conectar con los niños. Aun así nunca se enfada por nada ni te regañaba por nada. No recuerdo verle vestido de forma informal ni siquiera en el campo. Siempre llevaba pantalones largos de pinzas y camisa abotonada casi hasta el cuello.
Estaba casado con la Tía Lucí, una mujer maravillosa y muy guapa que siempre olía a cremas caras y nunca jamas estuvo despeinada. Tenia un encanto especial, una dulzura difícil de explicar. Quizá su tono de voz, quizá su presencia, tal vez el aroma a Chanel que sutilmente dejaba en el aire.. Toda Ella era presencia.
En muchas ocasiones, en el presente, me cruzo con señoras que al verlas me la traen a la memoria, su impronta era mas fuerte que la de las demás, no hay duda.
Esos día en el campo, rodeado de primos y familia se esperaban cada verano como el acontecimiento mas especial.
Entre mis primos hay rango de edad bastante amplio, con un margen de 25 años entre la mayor de todos y yo que soy el mas pequeño de la familia, así que me tocaba la mayoría de las veces hacer las gracias de turno, bailar, contar cosas a media lengua, para que los mayores se divirtieran... en fin, desde pequeño el mismo papel...No se durante cuantos años mi madre nos puso a mi hermana rosa y a mi a bailar un rock and roll delante de todos.
En ese momento hubiera querido que aquellos días no acabaran nunca, días que tenían todo: Familia, Sol, Niños, Piscina y mucha comida,  pero pasaba la tarde y el evento acababa y la tía Lucí siempre intentaba convencer a mi madre para que yo me quedara con ellos unos días en Chinchón, intento que no solía dar resultado casi nunca.
Junto a la plaza del pueblo mis tíos tenían una casa enorme igual de bonita o mas que la del campo. A mi tío le conocía todo Chinchón y entraba por todos los recovecos de la ciudad, zonas reservadas del Parador, bodegas sumergidas bajo tierra, balcones de la plaza, hornos de panaderías... A mi me parecía un sueño cada vez que iba con él, me cogía de la mano y me metía por todos esos lugares ocultos del pueblo.
Hoy en día regreso con bastante frecuencia a Chinchón a pasar el día, a comer en aquellos restaurantes y a pasear por aquellas por la que ellos me llevaban y siempre me produce una extraña sensación agridulce de nostalgia y recuerdos bonitos cuando veo la casa por fuera, o entro como un cliente mas a aquellos hornos y bodegas.