domingo, 23 de agosto de 2015

Capítulo IV

Mi hermana Rosa Ana (Rosana pronunciándolo rápido) siempre fue, y es, una hermana de las de verdad. Quizá la cercanía de edad, tal vez ser los más pequeños de la casa o por pura complicidad ha hecho que  nos convirtamos en hermanos de verdad.

No recuerdo un solo pasaje de mi infancia que no este vinculado a ella. De pequeña era regordeta y mullida y regañábamos a todas horas desquiciando a mi madre, pero también era buena compañera de juegos. Muchas veces mis padres ante la impotencia de no poder contenernos nos amenazaban con separarnos y enviarnos a un internado, algo que a mí me horrorizaba por que me lo imagina frío, tipo cárcel ,y con un montón de monjas o frailes torturándonos todo el rato. 

Yo, como chico que soy, sería capaz de soportarlo todo pero pensar que a mi hermana le pegara una monja era demasiado para mí: a mi hermana solo podía torturarla yo. Al poco tiempo la amenaza del internado dejó de funcionar por que no era creíble: mis padres nunca nos hubieran hecho eso, así pues cuando Rosana y yo regañábamos mi madre se desesperaba y decía a gritos: "cualquier día me lío la manta a la cabeza y me voy" y esta expresión producía en nosotros el efecto contrario a la amenaza porqué nos entraba la risa imaginando a mi madre con una manta en la cabeza a modo turbante y resultaba demasiado cómico como para tomarlo en serio.
Por ser cuatro años mayor que yo cuando en el colegio intentaban pegarme ella venía, se quitaba una goma con una bola de plástico duro con la que se sujetaba las coletas y me defendía de todos dando bolazos a cualquiera que se me acercara. Regañábamos y nos defendíamos a partes iguales.
Mi hermana y yo siempre hemos tenido un carácter muy similar lo que en la infancia fue contraproducente y en el resto de la vida ha sido un alivio al saber que nos entendemos sin hablar, que nos conocemos lo suficiente como para que entre nosotros no haya secretos y como para saber que pase lo que pase siempre nos tendremos uno al otro.
Cuando el invierno despuntaba mas de la cuenta a  mi padre no le convencía lo de pasar frío todos los fines de semana, él siempre fue mas urbanita, así que camelaba a mi madre ofreciéndole planes jugosos en Alcalá que solían consistir en irse con mis tíos a cenar por la calle mayor, o algún cine o teatro.
A dos calles de mi casa vivían mis tíos Isabel y Ernesto con quien no solían salir demasiado.. 
Mi tía Isabel era hermana de mi madre. Se casó siendo bastante mayor con el que se convirtió en ese acto en el tío Ernesto. Tendrían cuarenta años cuando se decidieron a contraer matrimonio, por aquellos tiempos era casi un milagro que alguien encontrara marido a esa edad. Nunca tuvieron hijos, así que nos adoptaron a Rosana y a mí como si fuéramos suyos; de esa manera se aliviaba el trabajo de mi madre y se veía sosegado, en parte,  el sentimiento de frustrada paternidad de mis tíos. 
El tío Ernesto era cordobés, de un pueblo llamado Espejo. Tenía el carácter embrutecido, la piel oscura y blanda y el poco pelo que le quedaba era ralo y muy negro, siempre peinado hacia atrás para cubrir así el brillo de la calva.
Parecía como si nunca estuviera de buen humor, pero no era cierto: su corazón era tan grande como todo Alcalá. Fue un hombre extremadamente generoso con nosotros pero gruñía por casi todo: política y religión eran temas intocables con él.... El caso era gruñir.
A mí siempre me pareció que su interior guardaba un pozo de amargura. Quizá su infancia, atravesada como un rayo por la guerra civil, no fue tan feliz como cabe esperar. Guardaba un odio inmenso hacia las tropas nacionales por que en un enfrentamiento entra ambos bandos, una bala mató a su hermano mientras jugaba en la calle y esto implicó que no fuera demasiado tolerante con los temas políticos, temas que defendía con tanta beligerancia que daba miedo escucharle.
Siempre he pensado que el Tío no llegó a encajar nunca en mi familia. mis padres y el resto de la familia no consiguieron entenderlo jamas, a pesar de los esfuerzos.

Tanto a mi hermana como a mí nos tenían mucho cariño pero a ella aún más. Le consentían todo, le daban todo, le compraban todo...
Muchos fines de semana nos quedábamos a dormir allí. La casa de mis tíos no era grande pero había una habitación para nosotros con una cama pequeña y un cabecero de madera oscura.
Tengo impregnado en mi memoria el olor de aquella casa. El tío Ernesto fumaba mucho tabaco negro y encima de la mesa siempre dormía un cenicero rebosante de colillas y ceniza. Fumó hasta el último de sus días sometido a una adicción que nunca pudo superar y que probablemente ni siquiera intentó. La tía Isabel llenaba los armarios de bolas de naftalina y la casa de ambientadores de lavanda en un intento vano de mitigar el olor a tabaco que se colaba por los poros de la piel según atravesábamos las puertas de aquella casa. La mezcla de todo aquello producía un olor que penetraba los muebles, la ropa, la tapicería del sofá, se acoplaba en el pelo durante días y se quedaba para siempre en el olfato. Dicen que los olores permanecen  en la memoria más tiempo que un sonido o una imagen. Si cierro los ojos y visualizo la casa aun puedo percibir esa mezcla imposible y familiar a tabaco, naftalina, comida recién hecha y perfume de azahar.

En esa casa todo era muy de los años sesenta. En el cuarto había una librería de formica donde convivían una televisión, perpetuamente encendida, una vajilla verde y un mueble bar lleno de licores. 
Las tardes frías de invierno, cuando se congelaban hasta las campanas de la catedral,  mis padres aprovechaban para ir a visitarlos. El frío de la calle contrastaba con aquella casa caliente y llena de extraños aromas. Mi tía abría el mueble-bar retro y sacaba de dentro una botella de  Quina Santa Catalina,  un vino dulce especiado  al que atribuían propiedades medicinales. Yo, que tendría cuatro o cinco años y  mi hermana cuatro más, tomábamos la copa de vino con las dos manos y saboreábamos el liquido como si fuera una golosina entrando en calor a la velocidad de un rayo.
Las botellas de Quina me llamaban la atención por la pegatina publicitaria  de una santa muy maquillada  con una cruz en la mano.

El tío tenia una pequeña cuba de madera en el salón con un vino que parecía coñac y que cuando algún adulto iba de visita debía probar junto a una tapa de jamón sin posibilidad de excusa posible. 
Quizá hoy en día hubieran detenido a mis padres y les hubieras quitado la custodia por dar alcohol a sus hijos, pero  por entonces mi hermana y yo nos bebíamos la quina sin problema y entrábamos en calor sin más, luego volvíamos un poco mareados a casa y  a dormir del tirón toda la noche
Al tío Ernesto le gustaba llevarnos a la ladera del río Henares a buscar paloduz, una raíz con sabor a regaliz que nosotros chupábamos hasta dejar el palo como una cuerda de esparto. Con los años he intentado probarla otra vez y me ha parecido repugnante pero en los 80 eran las golosinas del momento. 
Los Domingos que dormíamos en casa de los tíos,  por la mañana temprano nos despertaba de una palmada y nos decía: "vamos a la carretera colorá" que en realidad era un camino de asfalto rojo que bordeaba el río y terminaba en un campo que se extendía en el infinito. Sacaba una pequeña navaja que siempre llevaba consigo y rebuscaba entre la tierra hasta que encontraba las raíces de regaliz. Él lo hacía casi todo con esa navajilla: la utilizaba como cubierto, para buscar paloduz y para casi todo lo que se le ocurriera, rehusando cubiertos hasta en bodas y bautizos.
A mis tíos les gustaba ir de bares y en Alcalá hay costumbre de salir a tomar el aperitivo, tradición que cumplían más que la de ir a misa, así que algunos domingos en vez de ir a por paloduz o a la ladera del rió, nos llevaban a mi hermana y a mí a la Calle Mayor, a un bar que se llamaba la Mezquita  que olía a aceite refrito pero que  ponían los mejores zarajos del mundo, otro alimento que no he vuelto a probar. Nos pedían una Mirinda o un mosto y un zarajo a cada uno.
Los zarajos son tripas de cordero lechal fritas rodeando un palo. Hoy por hoy también me parece un poco asqueroso pero antes no. Nos comíamos el zarajo tirando con los dientes como si fuera un espagueti gigante e interminable y ellos disfrutaban dándonos caprichos. Todos felices.
La tía Isabel fue mi otra mamá o una abuela; mucho más que una tía al uso. Era una mujer menuda, de carácter fuerte pero adormilado. Fue la mayor de los hermanos de mi madre y eso la hacia ser algo mandona y muy de estar en todos los sitios. Tenía la piel blanquita y los ojos verdes y cuando murió con 90 años aun la tenia tersa y suave como un melocotón: sin arrugas, sin marcas, y con un cerebro en el que apenas quedaba algún recuerdo de lo que fue su vida.
Tengo el tono de su voz guardado en los archivos de mi memoria, su andar resuelto, su forma de contar las cosas.. el color de su pelo.

Cuando la tía se fue, me quede huérfano por segunda vez.

Digo que tenía el carácter adormilado, por que su marido tenía tendencia a anular su personalidad. Creo que se quisieron mucho pero a su manera; una manera rara que consistía en estar siempre juntos pero entenderse poco. A veces los veías por la calle caminando uno detrás del otro, a distinto ritmo, sin conexión, pero algo debía haber en sus corazones para quererse hasta el último día.
En el salón de su casa había dos fotos de boda y un reloj de pared que marcaba las horas y las medias y que ella daba cuerda todas las mañanas.
En esa casa casi siempre sonaba de fondo la radio. Desde el cuarto de estar se deslizaban por todas las estancias el soniquete de un pequeño transistor rojo que daba las noticias y retransmitía tertulias. Mi madre cuenta que escuchaba con mucho interés una radionovela que se llamaba "lucecita" y que emitían por radio Nacional.
Le gustaba cantar y lo hacia bien. En casa aun quedan cintas de audio con su voz grabada que yo no me atrevo a escuchar y un millón de recuerdos que siempre estarán en mi memoria. 
Hubiera preferido guardar de ella aquellos años en los que su voz llenaba todas las tertulias y su presencia ocupaba la casa entera pero me han quedado más recuerdos de los últimos años que de los primeros cuando su enfermedad la fue apagando poco a poco.
Me esfuerzo por borrar sus últimas semanas en el hospital y las miradas de despedida que lanzaba cuando me acercaba a besarle frente, y poco a poco lo voy consiguiendo  porqué como un torrente va volviendo la risa y el pelo dorado que cubría su cabeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario