miércoles, 19 de agosto de 2015

Capitulo VII

Lo cierto es que mis padres siempre nos educaron a todos en la tradición cristiana.
Los Domingos por la mañana, sobre todo en invierno, solíamos acudir a la parroquia de San Bartolomé que siempre repleta de gente.
La iglesia de mi barrio era el lugar de encuentro de todo el vecindario y de los niños del colegio por lo que a mí solía resultarme divertido pasar la mañana del domingo allí. En aquellos bancos de madera apenas cogía un alma más y el párroco instalaba sillas supletorias para que la gente se pudiera sentar... Hoy apenas se llenan las primeras filas. El aire solía estar cargado y se mezclaba en el ambiente el perfume de las señoras con el incienso y el sudor de los niños.
El caso es que esta educación católica despertó en mi un profundo sentimiento espiritual que continua hasta la fecha, pero que ha ido madurando y adaptándose a mi forma de pensar, y que junto con todo lo que he aprendido me ha permitido construirme un Dios mucho mejor y más coherente que el que por aquellos entonces me enseñaban en la iglesia, sin embargo con ocho o nueve años esas cuestiones no ocupaban mi cabeza, yo  solo tenía un objetivo: quería ser es santo. Sin más.
En esa misma parroquia me bautizaron bajo la mirada atenta de mis padres y mis padrinos : El tío Pepe y la prima Juli.
Por supuesto que no recuerdo mi bautizo, nadie lo recuerda salvo que te bauticen con quince años, pero si sé que fue a los ocho días justos de nacer. Parece ser que mis padres para eso siempre fueron muy responsables, eso de tener hijos creciendo bajo el riesgo de terminar toda la eternidad en el limbo no les hacia gracia.
Yo el limbo me lo imaginaba por aquellos entonces como un espacio entre las nubes, siempre grises eso si, donde no pasaba nada. La idea de pasarme una eternidad allí me asustaba mucho más que el propio infierno, al menos allí seguro que había entretenimiento. En fin, menos mal que pronto descarté ambas opciones: la del limbo por estar bautizado y la del infierno porque el padre Luis me dijo un día que no temiera, que si existía seguro que estaba vació, por que Dios era tan bueno que perdonaba a todo el mundo. Desde entonces deje de soñar cosas raras y pensé solo en el paraíso, donde siempre hace sol y es muchísimo mas cómodo.
Lo único que sé de mi bautizo es por una fotografía en color, con el Padre Joaquin echando el agua en la pila bautismal y mis padres observando serios la escena.
A partir de ahí todo fueron misas de domingo y rezos infantiles que mi madre me enseñaba para que los recitase antes de dormir: "Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón" "Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos queme la guardan" y yo me imaginaba a los cuatro querubines volando como moscas gigantes sobre la cama de mi habitación psicodélica.
Probablemente hoy en día cualquier niño se reiría de aquellas cosas que los padres nos enseñaban, pero entonces se crecía con cierto miedo al pecado y a tener descontento a Dios.
Esta claro que me alegro enormemente de esa educación que recibí y que ha permitido durante toda mi vida ser precavido y cauteloso ante los peligros y "pecados" que a lo largo de la adolescencia y primeros años de juventud tanto nos tientan.
Mi hermana Rosa Ana, por una cuestión de edad, hizo la comunión antes que yo. El traje se lo regaló la tía Isabel y por casa todavía hay una foto de aquel día con su rosario en las manos y esa carita redonda y graciosa que siempre ha tenido, el pelo brillante de tanto cepillarle y una expresión de santidad en la mirada, esa que obligan los fotógrafos de comunión a poner a los niños en estos acontecimientos de manera que parece que estuviéramos todos a punto de ver a la virgen.
El día de mi comunión si que lo recuerdo perfectamente. No sé que se sentirá ante una boda pero si que recuerdo los nervios de la primera comunión. Sé que vinieron todos mis tíos y mis primos desde fuera para acompañarme y que mi padre organizó el salón de la finca para celebrarlo. Asaron corderos en el horno del pueblo y aquello parecía una boda gitana de tanta gente como había. La finca como siempre de telón de fondo en todos los actos importantes de mi vida.
Muchos veces, ya en el presente echo en falta aquellas celebraciones donde mis tías llenaban el aire de risas y perfumes caros y sus conversaciones, tan manchegas, se mezclaban con las de los hombres bebiendo vino de una bota  mientras todos los primos jugábamos alrededor de ellos.
Aquel día yo llevaba un pantalón blanco y una cazadora azul marino y una cruz dorada sobre el pecho.  Me tocó leer algo en altar que no recuerdo, pero si recuerdo que estaba en esa edad fea donde empiezas a crecer y tienes la cara rara y los dientes grandes. Por casa quedan fotos de aquel día que yo siempre intento esconder...
 La comunión al igual que el bautismo vino de manos del Padre Joaquin.
Tengo un buen recuerdo de aquel franciscano sonriente y amable que tantas cosas me enseñó y al que tanto debo en mi vida espiritual. Si necesitara aplicar la palabra "bueno" a alguna persona el primero que me vendría a la cabeza sería él.
Era un hombre alto y bastante delgado, de mediana edad y sonrisa amplia. Tenía la voz muy  dulce, como todos los sacerdotes, y una paciencia infinita con los niños.
Insistía mucho en que cumpliéramos con los sacramentos, sobre todo con la confesión.
Recuerdo ponerme en fila antes de la misa, frente al confesionario. Una luz roja indicaba si dentro estaba vacío o había alguien contando sus miserias al cura. Cuando entrabas a aquel pequeño habitáculo y te presentabas con un "Ave María Purísima" y el padre Joaquin te contestaba con un "sin pecado concebida" empezabas a sentir como te temblaban las piernas de los nervios. A ver Julito, hijo,  comenzaba, cuéntame tus pecados; entonces descargabas todas las cosas que con nueve años te atormentaban: "Padre, el otro día me pegué con mi hermana, y también respondí mal a mi madre, a quien ademas le he quitado 5 duros de la cartera. No he hecho los deberes que me han mandado en el colegio y lo mas grave de todo, padre, me pelee con otro niño en el cole".
El padre Joaquin escuchaba con atención todo el relato, como si lo contado en secreto de confesión fuera tan importante como los crímenes de Cuenca mientras tu pensabas para tus adentros" me va a caer una penitencia del quince", y cuando acababas se quedaba en silencio unos segundos, reflexionando, y te decía: "Julio, hijo, estas cosas no son graves, pero a Dios no le hacen gracia por que pueden ir a más y sacarte de la senda del señor. ¿Quien dice que si ahora te digo que no es pecado robarle a tu madre cinco duros, mañana lo sera robarle el bolso a una señora?. Anda, ve y reza dos padrenuestros, cuatro avemarías y un credo."
Luego decía cuatro cosas en latín que nunca entendí, te daba la absolución y tu te ibas de allí tan contento a cumplir tu penitencia con la seguridad de que nunca más volverías a pecar... hasta la semana siguiente.
Siempre tuve un cariño especial a los franciscanos, quizá por que he crecido con ellos allí  en la parroquia.
Pero llegó el día en el que el padre Joaquín nos reunió a todos los jóvenes en los salones parroquiales. Era un espacio enorme en los sótanos de la iglesia con unas cristaleras que daban a un jardín muy verde. Allí nos juntábamos a tocar la guitarra e incluso a celebrar los cumpleaños.
Vino, nos sentó a todos en circulo con él al frente y nos dijo de sopetón: me tengo que marchar a las misiones. En menos de un mes me voy porque allí se me necesita para ayudar. Y recuerdo como si fuera ahora mismo la mirada que nos regaló a todos los chavales de doce o trece años que estábamos allí. Una mirada dulce de despedida pero también de satisfacción.
Los curas son muy solemnes, saben utilizar muy bien los silencios y los tonos adecuados, así que nos  fue mirando  uno a uno y añadió: pero me marcho feliz por que sé que dejo aquí a una generación de jóvenes buenos que siempre estaréis por el buen camino.
Nos dio un abrazo a cada uno y se fue. Dos semanas después partió y no volví a verle jamas. Me escribió dos cartas personalmente y con regularidad enviaba noticias a la parroquia, entonces el padre Luis las leía en el altar en la misa del domingo.
Un día llego la carta que nos anunció su defunción. Ese día me despedí a medias de él, pero esta vez de verdad, agradeciéndole como sigo haciendo 25 años después tantas y tantas charlas que tuvimos y tantas cosas como me enseñó.
Después de esto decidí no confirmarme en mi parroquia y terminé haciéndolo en la de al lado.
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                Cuando llegaba la primavera, un domingo al mes, todos los hermanos de mi madre se juntaban a celebrar una comida en las distintas casas de campo que mis tíos tenían. Aunque todas eran divertidas, me gustaba especialmente cuando tocaba en la casa de Chinchón.
La finca de Chinchón era grande con mucha zona verde, un estanque con carpas gigantes, chopos y moreras inmensas que se perdían en el cielo, un molino de viento con sus aspas y unas tumbonas de cuerdas en los arboles.
La casa por dentro era enteramente un museo. Todo allí estaba perfectamente conjuntado, los colores de las cortinas con las colchas, los muebles antiguos perfectamente restaurados, el olor a cera abrillantadora. Todo ordenado, perfecto.
Apenas pasábamos al interior de la casa alguna vez, todo se hacia en la calle; sin embargo tampoco nos prohibían a los niños estar allí. Parece increíble que a mis tíos no les importara demasiado que rompiéramos algo o descolocáramos la casa. No obstante nosotros siempre nos colábamos dentro como si estuviéramos haciendo algo malo y circulábamos por las habitaciones y los salones sin apenas rozar los muebles para que no pareciera que habíamos estado de expedición. Al fondo del salón tenían un espacio que mi tía llamaba "la cocina-museo"  donde había colocado vajillas antiguas y utensilios de cocina de sus padres, muebles castellanos con piezas de bronce sobre mantelerías de bolillos. A mi aquel lugar me fascinaba de tal manera que algunas veces en el bullicio de la finca o en la hora de la siesta me escabullía y subía allí, abría los cajones con mucho cuidado para que no se notara esperando encontrar dentro algún tesoro del pasado, pasaba los dedos por los muebles impolutos y respiraba fuerte el olor de aquella casa que nunca me cansaba de visitar.
El tío Joaquin, su propietario, era alto  y muy  delgado. De buen vestir y buen dormir Tenia un humor irónico y elegante que le hacia ser muy especial para todos, , sin embargo creo que le pasaba como a mí y no sabia como conectar con los niños. Aun así nunca se enfada por nada ni te regañaba por nada. No recuerdo verle vestido de forma informal ni siquiera en el campo. Siempre llevaba pantalones largos de pinzas y camisa abotonada casi hasta el cuello.
Estaba casado con la Tía Lucí, una mujer maravillosa y muy guapa que siempre olía a cremas caras y nunca jamas estuvo despeinada. Tenia un encanto especial, una dulzura difícil de explicar. Quizá su tono de voz, quizá su presencia, tal vez el aroma a Chanel que sutilmente dejaba en el aire.. Toda Ella era presencia.
En muchas ocasiones, en el presente, me cruzo con señoras que al verlas me la traen a la memoria, su impronta era mas fuerte que la de las demás, no hay duda.
Esos día en el campo, rodeado de primos y familia se esperaban cada verano como el acontecimiento mas especial.
Entre mis primos hay rango de edad bastante amplio, con un margen de 25 años entre la mayor de todos y yo que soy el mas pequeño de la familia, así que me tocaba la mayoría de las veces hacer las gracias de turno, bailar, contar cosas a media lengua, para que los mayores se divirtieran... en fin, desde pequeño el mismo papel...No se durante cuantos años mi madre nos puso a mi hermana rosa y a mi a bailar un rock and roll delante de todos.
En ese momento hubiera querido que aquellos días no acabaran nunca, días que tenían todo: Familia, Sol, Niños, Piscina y mucha comida,  pero pasaba la tarde y el evento acababa y la tía Lucí siempre intentaba convencer a mi madre para que yo me quedara con ellos unos días en Chinchón, intento que no solía dar resultado casi nunca.
Junto a la plaza del pueblo mis tíos tenían una casa enorme igual de bonita o mas que la del campo. A mi tío le conocía todo Chinchón y entraba por todos los recovecos de la ciudad, zonas reservadas del Parador, bodegas sumergidas bajo tierra, balcones de la plaza, hornos de panaderías... A mi me parecía un sueño cada vez que iba con él, me cogía de la mano y me metía por todos esos lugares ocultos del pueblo.
Hoy en día regreso con bastante frecuencia a Chinchón a pasar el día, a comer en aquellos restaurantes y a pasear por aquellas por la que ellos me llevaban y siempre me produce una extraña sensación agridulce de nostalgia y recuerdos bonitos cuando veo la casa por fuera, o entro como un cliente mas a aquellos hornos y bodegas.




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