viernes, 28 de agosto de 2015

Capítulo III

Toda mi familia es manchega y llevan la tradición, la gastronomía y el acento metidos en el tuétano.
Mi padre era de un pueblo que se llama Quintanar de la Orden. Nunca he terminado de saber por qué mi familia paterna terminó en ese pueblo, ya que mi abuela era oriunda de Palencia y mi abuelo de Lucena.

El abuelo Luis era militar, eso si lo sé, y se casó en primeras nupcias con una señora que también se llamaba María y que murió muy joven por beber agua fría una tarde de calor. Esta mujer que conmigo no tiene nada que ver, resultó ser de clase acomodada, aunque de su historia he oído poco. Les dio tiempo en ese corto matrimonio a tener un hijo, José, el que para mi siempre fue el Tío Pepe. Mi madre cuenta que mi abuela trabaja sirviendo en la casa, y que en el lecho de muerte la primera mujer de mi abuelo le dijo a mi abuela que se casara con él y que cuidara de su hijo, pero yo creo que todo eso es una leyenda que a base de repetirla al final se ha convertido en realidad.

Tras la muerte de esta señora, mi abuelo se casó con mi abuela, también de nombre María , y al poco tiempo tuvieron a mi tía María Luisa y después a mi padre.
Mi padre, pues, fue el último de tres hermanos y no tuvo mucha suerte en temas de salud, suerte que fue compensada por la naturaleza en inteligencia, ya que era más listo que el hambre.
Tenían una casa enorme en Quintanar que yo nunca conocí y comenzaron a construirse otra en Alicante para  irse allí cuando el abuelo se jubilara.
Mi abuela llenó un cuarto entero de baúles y fue preparando la mudanza. Los llenó de sabanas de hilo y ropa para todos  mientras la casa de Alicante se iba levantando.La casa de alicante era enorme con un recibidor palaciego jalonado por un arco con columnas italianas. Todo muy ostentoso. De allí se distribuían cuatro habitaciones gigantes, un salón, la cocina y un patio bastante amplio.
Cuando se acabo la obra el abuelo murió. Los Lara siempre sufrieron de bronquios y de muertes prematuras.

Mi abuela se mudo de casa en Quintanar e hizo trasladar todos los baúles a una habitación oscura donde permanecieron hasta que  murió con 89 años, después, un par de ellos fueron  a parar a la finca, otro a mi casa y los demás se perdieron en el olvido. Recuerdo que aquella habitación polvorienta me daba pánico, como toda la casa. Estaba muy oscura y a parte de los baúles, había un aparador donde mi abuela guardaba los botes de leche condensada que luego diluía en agua hirviendo para desayunar. En una esquina estaba instalada una estantería con un montón de botes de pelotas de tenis. A mi hermana Rosa y a mi nos gustaba entrar allí a escondidas. Esa mezcla de miedo y prohibición nos aterrorizaba y cautivaba a partes iguales.

Desde ese cuarto partía un tiro de escaleras que terminaba en una especie de lavadero que a su vez comunicaba con otro patio en la planta superior que daba al salón.
Ella se quedo viuda con 30 años, un hijastro de catorce, una hija de ocho y mi padre con cuatro. Se le endureció el carácter, se vistió de negro para siempre y con mano recia sacó a sus hijos adelante como pudo.
Cuando digo que mi padre mucha salud y mucha suerte no tuvo lo digo con razón. Pocos años después de morir el abuelo, una tarde mientras jugaba en la calle le atropelló el único coche que había en el pueblo y se rompió en mil pedazos. La abuela contaba que le envolvieron en una toalla y le llevaron al médico mientras avisaban del accidente a la familia y que cuando llegó se le entregaron tal cual, diciéndole que tenia tantos huesos rotos que resultaba imposible volver a armarle.
Como pudo se lo llevó a casa envuelto en la misma toalla, con mucho miedo por si al quitarla se le moría y en vista de que no había otra solución, le rezó a un santo del que nunca recuerdo su nombre para que le salvara... tanta desgracia en la misma casa no era normal.
Y debió ser que el santo escuchó sus plegarias por que en vez de morirse esa misma noche, poco a poco empezó a comer, y en vez de dejar de respirar fue cogiendo fuerza en sus pulmones y unas semanas después estaba por la calle dando saltos de nuevo. Mi madre dice que fue un milagro de los de verdad, de los que reconoce el Vaticano pero yo he buscado por internet y no aparece nada. Lo que si es cierto es que ocurrió y se salvó.
La abuela María fue una mujer delgada y menuda, de huesos finos como las ramas de un olivo, enlutada desde la juventud y con esa chispa que se convierte en rayo tan característica de mi familia paterna. Se sostuvo de pie hasta el ultimo de sus días regentando su enorme casa con mano de hierro. fue implacable con sus hijos a los que daba mas de cal que de arena pero de la que , no obstante, guardo un recuerdo grato.
Solíamos visitarla todos los meses y para mí el principal atractivo de aquellos días era poder pasarlo en esa casa que olía a aceite de oliva y muebles de roble. Solía mantener todos los cuartos en penumbra lo cual le daba a la casa más misterio aun. Se accedía a ella por una hall de entrada siempre frío como el hielo de donde se repartían las habitaciones de la planta de abajo. A mano izquierda tras una puerta casi olvidada había un salón que siempre estaba cerrado a cal y canto pero que en cuanto la abuela se despistaba me atraía como un imán que me obligaba a colarme dentro, muerto de miedo, y rebuscar en los cajones. Allí había fotos en blanco y negro, muebles barrocos siempre impolutos, espejos con dorados que reflejaban fantasmas de otros tiempos, lamparas de cristal y una luz muy tenue alumbrando el conjunto.
Mi abuela nunca me pilló en acción hurgando por la casa, pero mi madre nos perseguía y cuando nos descubría donde no debíamos estar nos regañaba: "No toquéis nada que a la abuela no le gusta".
Mi madre sabía que la abuela escondía dinero por todos los sitios. Sin querer mirabas en un cajón o debajo de una almohada y encontrabas un sobre con billetes y a ella le daba pavor que la codicia nos llevara por la mala senda y cogiéramos algo, cosa que nunca hicimos.
La abuela María compraba grandes cantidades de comida una vez al año, le servían cajas y cajas de chocolate, de leche condensada, garrafas de aceite y vino, botes de tomate frito... un montón de comida que almacenaba en distintos sitios de la casa y racionaba siempre como si estuviera a punto de estallar una guerra. Era austera en la calefacción y el abrigo. Apenas salia de casa, salvo para comprar e ir a misa, y cuando terminaba el día de visitas se dejaba llevar por la generosidad y nos daba dinero. 
Durante muchos años no comprendí la actitud de esa mujer que sin necesitarlo vivía de una  forma austera, que poseía un carácter secó como una raíz y desconocía la existencia del color tanto en la ropa como en la vida
Poco a poco después de mucho pensarla descubrí como fue su vida y aprendí a entenderla.
Mi padre y ella se querían de una forma rara. A veces parecía que no eran nada, que no sentían el uno por el otro, pero en el fondo esa era su forma de querer: rara, seca, fría. Difícil de entender.


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