viernes, 21 de agosto de 2015

Capítulo V

Toda mi familia materna procede del mismo sitio.
Villamanrique de Tajo es un pueblo pequeño de la comunidad de Madrid. Mi madre cuenta que sus padres se conocieron siendo muy jóvenes y se hicieron novios de inmediato, y que después un largo noviazgo se casaron y se fueron a buscar mejor fortuna en un pueblo cercano, Santa Cruz de la Zarza, donde tuvieron a sus cinco hijos.
Mi abuelo se llamaba Julio, como yo, y su familia vivía en un espacio mitad casa y mitad cueva. Parece ser que su madre, la bisabuela Isabel, era una mujer muy buena, tanto tanto que cuando estaba a punto de morir la virgen vino a visitarla y se le apareció en el cuarto envuelta en luz. Como es natural no se asustó y se limitó a darle la noticia a su marido, el bisabuelo Natalio, de que la madre de Dios había venido a verla y que en una horas partiría de este mundo para siempre. Y así fue, y fue una faena por que en aquellos tiempos lo de estar viudo no sentaba nada bien, así que en cuanto pasó el duelo se casó con otra mujer que ya no era tan buena y que le hizo la vida imposible a los cuatro hijos del anterior matrimonio y a la que tuvieron entre los dos. Un día el bisabuelo Natalio se hartó de ella y la echó de casa quedándose el pobre hombre con cinco hijos que criar.
Cerca de la casa-cueva de la familia de mi abuelo, había otra casa de las mismas características donde vivía la familia de mi abuela Francisca.
Se conocieron y se casaron y después de esto se trasladaron a Santa Cruz donde le esperaba un puesto de trabajo en el oficio de la luz. Por eso a mi familia materna en el pueblo siempre les llamaron "los Luceros".

Mi madre fue la pequeña de cinco hermanos y  nació en los tiempos de II República. Por supuesto que ella de aquello no se acuerda ni tampoco recuerda que apenas cuatro meses después estalló la guerra civil.
Yo nunca he visitado por dentro la casa donde ella nació y creció, pero muchas veces cuando visitábamos el pueblo pasábamos por delante para ver la fachada y me imaginaba sin esfuerzo como sería por dentro. 
Me decía que su casa era muy grande y con muchas habitaciones y que el corral, que también servia de excusado, estaba tres plantas mas abajo lo que  horrorizaba a mi tía Isabel que moría de miedo cada vez que tenía que ir a aliviarse allí. En casa tenían un alcotán al que enseñaron a  hablar y que murió por un empacho de chocolate, y que a su hermanos les gustaba la caza.
Me contaba que junto a la casa estaba la Iglesia de Santiago Apóstol y bajo esta un refugio anti bombas al que corrían cuando sonaban las sirenas que avisaban bombardeos, entonces medio pueblo se dejaba el alma por las calles oscuras para  refugiarse allí. 
Por suerte es de los pocos recuerdos que mi madre tiene de la guerra.
Si que recuerda el hambre de los años posteriores.

El abuelo Julio
No conocí a mis abuelos salvo por una foto que siempre ha estado en casa junto a las figuritas de porcelana del mueble del salón, donde aparece mi abuelo sentado en el brazo del sofá  sujetando por los hombros a mi abuela, más menuda que él pero con esa cara redondita y simpática que tiene toda la familia de mi madre. Por eso a pesar de no conocerlos siempre sentí afecto por ellos y más aun cuando todos me contaron siempre que fueron buenas personas que se dejaron la piel y la vida por dar a sus cinco hijos un futuro mejor que el presente que ellos tenían..
Mi madre nació el día de la anunciación de nuestra señora, y no sé si por no complicarse demasiado en buscar nombre o por los antecedentes de apariciones marianas ya relatadas aquí, al final cargó y sigue cargando con el nombre de Anunciación que mucha gente cambia por Asunción.
Fue la pequeña de cinco hermano: Isabel, Joaquin, Julio y Eleazar la precedieron. 
En casa siempre convivieron con nosotros cajas metálicas de galletas repletas de fotos antiguas, retratos que en mi adolescencia fui ordenando y digitalizando y que ahora cuelgo en este blog. Allí mis tíos, van creciendo a través de imágenes en blanco y negro, deslizandose entre risas y miradas que se pierden en el tiempo, entre paseos por calles empedradas, enamoramientos y un montón de de historias que se completaban día tras día con todos los relatos que de aquellos tiempos ellos mismos nos iban contando. 
Mi madre cuenta mil veces las historias del pueblo, tantas que parece que las he vivido en primera persona, como cuando se comían las cascaras de patata en tiempos de guerra o cuando se envenenó y casi  muere, por comerse un plato entero de almendras amargas. En casa siempre están sus recuerdos dando vueltas en cada comida, en cada reunión familiar, en cada silencio. Hay pocas cosas que no hayamos escuchado, pero a mi me gusta oírla por que su historia conforma la mía propia.
Cuando mi tía Isabel creció montó en la casa un taller de costura. 
La enseñó a coser una mujer que tenía las manos torcida y apenas podía enhebrar la aguja, pero lo hizo con tanto ahínco que cosió hasta que perdió la vista y la cabeza. 
Ella enseñó a mi madre el oficio de modista y entre las dos se convirtieron en las costureras del pueblo. Hacían vestidos para ricas y y pobres pero cuando iban a por telas y patrones reservaban las mas finas sedas y los mejores cortes para ellas mismas. Todo el pueblo las envidiaba por ser las mejor vestidas. 
Mi madre cuenta que las chicas pobres del pueblo les encargaban un vestido para las fiestas y no tenían suficiente dinero para pagarlo, ofrecían pintar la fachada de la casa, un saco de arroz o cualquier medio de pago del que dispusieran algo que no les preocupaba demasiado: ellas cosían y cosían para ayudar en casa y poner bonitas a las mujeres del pueblo.
Cuando mi madre empezó a mocear, palabra muy manchega esta, conoció a mi padre y lo cierto es que inicialmente ni le gustaba ni le hacia gracia, pero al final la conquistó.
Mi padre había ido a parar a Santa Cruz huyendo de su madre y su hermanastro a buscar fortuna tras terminar sus estudios de Magisterio en Madrid. Allí estaba destinada mi tía María Luisa como funcionaria de telefónica y el destino quiso que se conocieran.
Cuenta que mi padre resultó ser demasiado simpático, que siempre estaba gastando bromas a todas y terminaba siendo el alma de la fiesta. Esto traía de calle a la mayoría de las amigas de mi madre, pero no a ella  que de gracioso no le veía nada. No obstante como era el hermano de su amiga Luisa y estaba recién llegado de la capital fue despertando su interés poco a poco hasta que un día cedió a su labia y a su encanto y cayeron rendidos para siempre uno en brazos del otro. 
Mis padres estuvieron enamorados todos y cada uno de los días que duró su matrimonio. 

La tía María Luisa trabajó para telefónica hasta se jubiló.
Años después cuando mis padres ya estaban casados y ya habíamos nacido todos incluido yo, íbamos al pueblo a verla y ella seguía incansable trabajando con los teléfonos.
Mamá y la Tía Mª Luisa
Recuerdo su casa como un espacio rarísimo. Era la casa-oficina que la compañía de teléfonos le había cedido para vivir y trabajar. En el mismo Salón estaba la centralita, un mueble con aspecto de piano de donde salia una madeja de cables que ella introducía en un montón de agujeros alineados sin orden a aparente para nadie salvo para ella y así conectaba unas lineas con otras. 
Mis primas aprendieron el oficio desde pequeñas y en cuanto tuvieron uso de razón se sentaron en ese mueble raro a tirar de cables de la base horizontal e introducirlos en los respectivos agujeros.

La tia Luisa nunca se complicaba demasiado en las comidas. La centralita no le dejaba tiempo para más, así que mientras comíamos la ensaladilla rusa y la cinta de lomo que siempre hacía o mientras servía los platos y masticaba la comida seguía con su tarea de poner y quitar cables en ese extraño aparato.
Me acuerdo de aquella casa perfectamente. Era muy oscura, creo que todo interior y de un portalón se accedía directamente a aquel salón-central de teléfonos. De allí surgía un tiro de escaleras de donde nacía a cada lado una habitación igual de oscura; si seguías subiendo desembocabas en la cocina la única estancia que recuerdo luminosa. 
Para Rosana y para mi que éramos los más pequeños ir a aquella casa era toda una experiencia.
Saliendo al patio desde la cocina se llegaba a la casa de los vecinos. Mi madre nos contaba que ellos fueron novios durante setenta años hasta que se casaron. Un noviazgo tan largo debe ser muy aburrido
La tía María Luisa se casó con un hombre de la Zarza, Gregorio. Venía de una estirpe de vendedores de zapatos que se perdía en el tiempo, así que mientras ella conectaba cables en teléfonos, el vendía zapatos en su tienda.
Ahí descubrí mi primera vocación laboral: yo quería ser vendedor de zapatos como el tío Gregorio.
Abría la tienda todos los días de la semana, de lunes a domingo y lo recuerdo como un laberinto inmenso lleno de torres de cajas de zapatos que se mantenían en un difícil equilibrio hasta casi rozar el techo.
A mis primas, cansadas de ver tanto zapato, no les gustaba jugar allí, pero a mi aquello me parecía de cuento.
La tienda tenía un sótano enorme con muchísimas estanterías y cientos de cajas. Yo me iba con él y cuando entraba un cliente a pedir algo, le acompañaba al almacén donde rebuscaba colores y tallajes y subía las escaleras con toda la selección bajo el brazo. A mí me parecía apasionante dedicarme a eso y más en una tienda así. Me pasaba toda la mañana con él hasta que me aprendía donde tenia las cosas, entonces me mandaba "súbeme un número más" y yo iba corriendo orgulloso por la confianza depositada y lo buen dependiente que podía llegar a ser con el tiempo. Luego me daba cien pesetas de propina y a comer a la centralita.

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